La interculturalidad como campo social *
Resumen Si las palabras “intercultural” e “interculturalidad” son hoy en día de uso común y ocupan un lugar central en la nueva retórica neo-indigenista de Estado, cabe recordar que no era el caso hace solo un poco menos de veinte años atrás cuando Chile aún no se imaginaba como nación multicultural y pluriétnica. En este trabajo desarrollamos una reflexión con respecto de la manera como la noción de interculturalidad ha perdido progresivamente su potencial subversivo y político para ser incorporada a la nueva agenda etnodesarrollista estatal que no considera a la autonomía y al autogobierno como la base de una nueva relación entre Estado y pueblos indígenas. Asimismo hacemos la hipótesis que para entender lo que es la interculturalidad conviene considerarla como un campo social en el que los agentes llevan a cabo luchas de clasificaciones que desembocan en la definición de lo que es la cultura indígena legitima. Palabras clave: interculturalidad, campo social, colonialidad del poder, capital social Abstract The words “intercultural” and “interculturalism” are definitely part of our everyday vocabulary. Nevertheless, one must recall that it has not always been the case. For, before the Chilean nation started to be imagined as multicultural and pluriethnical, the notion of interculturality used to be a critical and subversive one. In this paper, we shall examine the ways this notion has been taken over by state agents and incorporated into the new multicultural agenda. Instead of looking at interculturality as a method or an analytical concept, we shall state that it constitutes a new social field in which social agents struggle over the legitimate definition of indigeneity. Key words: interculturalism, social field, coloniality of power, social capital 1) Introducción Desde la vuelta a la democracia, y bajo los distintos gobiernos de la Concertación, se ha iniciado en Chile un proceso de redefinición de la relación del Estado con los pueblos indígenas del país. Los debates públicos con respecto a la deuda histórica de Chile para con “sus etnias originarias”, la promulgación de una nueva legislación que reconoce y promueve la diversidad cultural y la creación de nuevas instancias de mediación entre el Estado y los pueblos indígenas, conducen a muchos observadores a sostener que el país ha dejado definitivamente atrás la vieja y obsoleta política asimilacionista de los siglos anteriores. El discurso político oficial repite ad nauseam que Chile ha entrado en el tercer milenio dotado de una política de reconocimiento que le permite
redefinirse como nación, ya no en base a la tradicional matriz blanca-europea, sino como entidad pluricultural y multiétnica. A través de la implementación de un innovador y multimillonario programa de etnodesarrollo(1), del fomento de la participación comunitaria indígena y de la instalación de políticas interculturales en salud y educación, se busca conseguir la verdadera “integración” de las poblaciones originarias y caminar hacia la formación de una ciudadanía cultural. Definiendo en una sola palabra de aparente sencillez este nuevo marco social, ideológico, legal e institucional, el multiculturalismo se ha instalado con fuerza en la arena pública. Los problemas sociales se declinan desde ahora en clave étnica. Nuevos rituales públicos contribuyen a fabricar la imagen de un Chile plural pero unido. El país parece haber iniciado el tercer milenio animado de un impetuoso deseo por re-imaginar su cuerpo político como nación, dispuesto a reparar el daño histórico infligido a sus poblaciones originarias y a otorgarles a sus hijos nativos un lugar digno en el seno de la comunidad nacional. En este ensayo, desarrollamos una reflexión con respecto de la naturaleza de este nuevo proyecto cultural nacional y nacionalizador llamado multiculturalismo a través de la constitución y estructuración de lo que denominamos el campo etnoburocrático intercultural. Planteamos algunas hipótesis sobre la manera como se está implementando este nuevo orden de la cosa pública vía la redefinición de las figuras de la alteridad y el uso de nuevas tecnologías de saber-poder para la resolución del llamado “problema indígena”. Pues si bien numerosos trabajos tratan del tema de la interculturalidad, observamos que la mayoría padecen de lo que llamaríamos una patología en la construcción del objeto de estudio. Pues en lugar de adoptar una perspectiva relacional, tienden a aprehender a la interculturalidad como categoría analítica o como un método y no como nuevo espacio social de luchas de clasificaciones del que conviene dar cuenta. Es dable notar, además, que se ha tendido a abordar el multiculturalismo como un hecho social ya dado o como un programa político coherente y predefinido, cuando en realidad nos parece que hay que aprehenderlo en tanto que proyecto político-cultural en construcción, tensionado, contingente y lleno de contradicciones, que se va desplegando a través de nuevas luchas de poder y de clasificaciones entre los nuevos agentes sociales estatales o para-estatales. Y es precisamente en estos nuevos espacios de la interculturalidad en construcción, que los agentes circulan en forma no aleatoria intentando legitimarse y acumular un capital específico al nuevo campo etnoburocrático. En la primera parte de este ensayo, nos focalizaremos sobre la manera como el potencial critico inicial de la interculturalidad ha tendido a ser diluido en el nuevo contexto de la política neo-indigenista de Estado. Nos concentraremos en un segundo momento sobre los mecanismos de funcionamiento de este nuevo campo intercultural, un campo que ha tendido a definirse paulatinamente como el único espacio legítimo y legal de discusión de las demandas indígenas. Plantearemos para concluir que el análisis del campo de la interculturalidad nos ofrece la oportunidad de examinar los mecanismos mediante los cuales se produce y reproduce esta impostura legítima llamada Estado.
2) Interculturalidad: la colonización de un concepto crítico En las dos últimas décadas, la interculturalidad se ha transformado en la nueva palabra a la moda del discurso político y cultural dominante en Chile. La pertinencia de los programas públicos dirigidos hacia los pueblos indígenas se determina en función de su grado de interculturalidad. Se exige de los funcionarios públicos que sean sensibles a la diferencia cultural, que sean “más interculturales” y se les capacita para ello. Escasas son las universidades que no hayan incorporado a sus mallas curriculares algo relativo a la interculturalidad. Los diplomas y diplomados en interculturalidad se han multiplicados ad infinitum. Lejos de limitarse al ámbito originario de la educación, la interculturalidad se aplica desde algunos años a los dominios de la salud, de la gestión cultural y patrimonial, del derecho, de la economía, etc. Ahora bien, si las palabras “intercultural” e “interculturalidad” son hoy en día de uso común y ocupan un lugar central en la nueva retórica neo-indigenista de Estado, cabe observar que no era el caso hace solo un poco menos de veinte años atrás cuando Chile aún no se imaginaba como nación multicultural y pluriétnica. Lejos de emplearse en el ámbito de las políticas públicas o de ser una noción del sentido común, la interculturalidad era un concepto usado por las organizaciones indígenas conectadas a las franjas progresistas del mundo de la investigación-acción de base. En efecto, a mitad de los años 1990, la interculturalidad remitía más bien a un accionar y a un pensamiento político anti-sistémico que ponía en tela de juicio el etnocentrismo de la sociedad chilena dominante y el sesgo cultural imperante en los distintos aparatos de Estado (escuela y salud pública). En aquellos años, los lideres y dirigentes indígenas afirman que, a diferencia de los criollos o chilenos no-indígenas, ellos son interculturales o biculturales, pues además de ser bilingües, han desarrollado la capacidad de manejarse social y culturalmente entre y en dos mundos. Ante la política paternalista de asimilación del Estado, los indígenas y los militantes de la causa indígena reclaman el derecho a una mayor autonomía en la educación de sus niños y exigen que se tome en cuenta la diversidad cultural existente en las zonas del país de alta densidad de población nativa. Asimismo la interculturalidad representa tanto una característica de la condición sociohistórica del individuo indígena como un reclamo de las bases movilizadas de la población nativa que rechazan la política homogeneizadora de la institucionalidad dominante. Como en otros países del continente (2), la noción de interculturalidad es manejada por unos militantes y profesionales autóctonos que la vinculan a los ámbitos de la autogestión y de la educación bilingüe y la usan para revalidar los conocimientos y de las culturas indígenas. En resumidas cuentas, si la interculturalidad se hace presente en la esfera pública es porque los indígenas (y los militantes sociales de base que se formaron en la lucha contra la dictadura) consideran su implementación como un acto político decisivo hacia el reconocimiento de la especificidad cultural nativa y la visibilización de su experiencia histórica de adaptación/resistencia al orden sociopolítico dominante. En otras palabras, la interculturalidad remite a una praxis que tiene por objeto contrarrestar la opresión política a la vez que permite imaginar la post-colonialidad. Es definida y operacionalizada en los márgenes del Estado por unos agentes sociales subalternos que buscan acabar con el proceso de invisibilización cultural al que fueron y siguen siendo sometidos.
Pertenece al ámbito de las luchas y reivindicaciones sociales en contra de un Estado que no ha cesado de imponer una representación de la nación chilena como criolla y de una patria sin indios. La interculturalidad representa “una forma otra de pensamiento relacionado con y contra la modernidad/colonialidad, y un paradigma otro que es pensado a través de la praxis política” (Walsh, 2007: 47). Ahora bien, pocos años después, a fines de los años 1990, el panorama empieza a cambiar. El término de “interculturalidad” se encuentra gradualmente vaciado de la carga crítica que tenía en los años anteriores. Es cada vez menos un concepto que permite pensar la descolonización material y simbólica de los indígenas. Paulatinamente colonizado o captado por la formación discursiva estatal, es el objeto de un profundo proceso de resemantización. En un contexto de reconfiguración del Estado y de redefinición de las relaciones entre agencias estatales, para-estatales, sociedad civil y actores privados, la interculturalidad se encuentra “operacionalizada” en los ámbitos oficiales, dominantes y formales de las administraciones estatales, de las ONGs, de las consultoras, de las grandes empresas privadas y de las agencias de desarrollo. Llega a representar una herramienta conceptual central de las estrategias neo-indigenistas de Estado y refleja “un esfuerzo por incorporar las demandas y el discurso subalterno dentro del aparato estatal” (Walsh, 2007: 55). Como bien lo señalara el médico chileno Jaime Ibacache (3) en 1999 -es decir en un momento en que la interculturalidad se estaba constituyendo en el método y marco representacional privilegiado de tratamiento de la diferencia cultural- “la interculturalidad es un tema que le interesa más bien al Estado de cómo poder hacer que los pueblos originarios se comporten como el Estado quiere” (Boccara, Ibacache y Ñanco, 2001: 99-102). La noción de interculturalidad no solo pasa a ser parte del bagaje conceptual elemental de toda persona con protagonismo en el ámbito de las políticas públicas, sino que se inserta en la cotidianeidad del ciudadano chileno común. Llega a ser de uso tan frecuente que los más variados agentes sociales la manejan como si su significado fuera evidente, fijo en el tiempo y compartido por todos. Hace parte desde ahora del sentido común del ciudadano-consumidor moderno, globalizado y abierto a la diversidad cultural. Todo el mundo es intercultural o pretende serlo tanto en espíritu como a través de sus prácticas. El ciudadano y las empresas deben mostrarse sensibles a la diversidad cultural, conocer y respetar al “Otro” e instaurar un terreno de entendimiento o una suerte de middleground con sus compatriotas nativos. Pero hay más. Pues la interculturalidad no solo representa un fenómeno social existente o deseado. Es también un hecho jurídico. Establecida mediante la Ley Indígena de 1993, es ratificada a través de varios decretos de los Ministerios de Educación y de Salud. La interculturalidad se encuentra así extraída del campo de las luchas políticas anti-hegemónicas indígenas para ser importada en el ámbito de las políticas estatales y, progresivamente, incorporada al dispositivo retórico-conceptual de las consultoras y agencias de cooperación y desarrollo. Se transforma en la ideología y metodología dominante de tratamiento de la diferencia cultural. Delimita el marco legal a partir del cual las agencias de Estado y para-estatales deben desde ahora atender a las poblaciones nativas y encauzar al fenómeno de la plurietnicidad. Ahora bien, la captación, resemantización y refuncionalización del concepto por parte de los agentes estatales y para-estatales no se hizo sin tensiones ni contradicciones. La segunda mitad
de los años 1990 representa el momento en que los defensores de la interculturalidad como categoría crítica de descolonización del saber y de las relaciones sociales se enfrentan a los nuevos expertos de la emergente tecnología intercultural de Estado. Es así como, por ejemplo, en 1999, durante un masivo encuentro nacional de salud y pueblos indígenas en Villarrica, varios invitados mapuche manifiestan abiertamente su disconformidad con la manera como los agentes de Estado definen o pretenden usar la interculturalidad (4). Afirman que la nueva tesis oficial de un “espacio de encuentro entre dos culturas” tiende a desvincular los problemas culturales de los procesos socio-históricos de dominación social, explotación económica y sujeción política. Un machi (chaman) plantea que los problemas de salud de los mapuche no se resolverán mediante la construcción de invernaderos para plantas medicinales financiados por programas interculturales en salud, sino que por la devolución de las tierras usurpadas a las comunidades indígenas y la lucha contra las grandes empresas forestales. Un comunero de la zona del Lago Budi, militante del Consejo de Todas las Tierras, señala que el mayor problema de salud que enfrentan las comunidades lafkenche es la construcción de la Carretera de la Costa que atraviesa el territorio nativo sin aportar ningún beneficio a los indígenas. El director del hospital indígena rural de Makewe recuerda a los funcionarios del Ministerio de Salud que los mapuche son interculturales desde hace siglos pues tuvieron que adaptarse para sobrevivir, antes de añadir que ahora son los wingka los que tienen que abrirse y aprender del Otro. Otra persona, conocida y respetada por los comuneros mapuches y primer facilitador intercultural del hospital regional de Temuco, se niega a presentar su ponencia en lo que él define como un “supuesto espacio de la interculturalidad”. Se queja de que se le haya impuesto un límite de tiempo para su alocución y afirma que eso remite fundamentalmente a una concepción wingka del debate. Explica que se platica mucho de interculturalidad pero no se practica y que una vez más se impone una norma exterior pues, a diferencia de los wingka, los mapuches debaten hasta que se haya llegado a un acuerdo sin que exista restricción de tiempo. Demuestra asimismo que concibe esta reunión como un espacio de negociación política entre los Mapuche y los agentes de Estado y no como un simple encuentro donde los indígenas reunidos deberían firmarle un cheque en blanco al Estado para que opere en las comunidades indígenas e implemente políticas de salud públicas “con pertinencia cultural”. Mientras los funcionarios presentes pretenden definir las características de la interculturalidad desde un punto de vista meramente formal-administrativo y desde los valores e intereses del Estado, los Mapuche, en su territorio, se reivindican como sujeto político autónomo dotado de capacidad de negociación y de una institucionalidad política propia. La disyunción aparece de manera clara en este encuentro entre, por un lado, los dirigentes y líderes indígenas que conciben la interculturalidad como una praxis política que abre la posibilidad de pensar y actuar desde el saber propio (kimün) y, por otra parte, los agentes estatales, aún poco preparados o capacitados, que piensan la interculturalidad como un espacio neutro y casi encantado de la comunicación sin fronteras entre culturas. Mientras las autoridades indígenas ven la interculturalidad como un arma política central en el proceso de descolonización material y simbólica, los agentes de Estado la conciben como una herramienta para pensar la unidad nacional en la diversidad cultural y como medio para incorporar los indios al proceso de modernización. Sintetizando con humor la opinión de muchos mapuche presentes en Villarrica y
apuntando al paternalismo y a la nueva hegemonía que se esconden detrás de esta nueva palabra, un dirigente declara lo siguiente: “!No le pedimos al Estado que nos dé una mano, le pedimos que nos la saque de encima!”. Es así como en reiteradas oportunidades las críticas se manifiestan en contra del nuevo uso que los agentes del Estado hacen de la interculturalidad. Los dirigentes y profesionales de las asociaciones y organizaciones indígenas de base sienten que se les está despojando de una noción que, de alguna manera, habían hecho suya. Este desposeimiento se acompaña además de un proceso de resignificación que reduce la interculturalidad a un diálogo horizontal y a una espacio neutro de relaciones (¡pero siempre elaborado y conceptualizado desde el Estado!) entre dos culturas, aunque la historia de las interacciones entre indígenas y no-indígenas se caracterice por la violencia, la imposición de un arbitrario cultural, la discriminación y la explotación. Notemos, por otra parte, que al definir la interculturalidad ya no solo como concepto sino que como espacio social orquestado desde arriba, los agentes del Estado tienden a inmiscuirse paulatinamente en los asuntos culturales de las comunidades. Así es como lejos de ser percibida como un progreso o “una oportunidad”, la incipiente política intercultural de Estado es considerada por muchos indígenas como un nuevo dispositivo de desposeimiento material y simbólico, de despolitización y deshistorización de los problemas de dominación cultural y de imposición de una nueva hegemonía en ámbitos que, hasta ese entonces, habían quedado fuera del alcance de la política estatal. Varios indígenas presienten que con la institucionalización de la interculturalidad en salud, el Estado tendrá a ejercer un mayor control sobre ellos, sus terapeutas y comunidades. Lo que los dirigentes indígenas esperan del Estado no es mayor control sino que los apoye económicamente, mejore el acceso de los comuneros al sistema de salud formal y despenalice las prácticas curativas nativas. No desean que los agentes de Estado se entrometan en los asuntos intracomunitarios o intervengan en e investiguen las maneras indígenas de concebir la salud. Una mujer indígena que trabajaba en el ámbito de la educación intercultural bilingüe me confió encontrar que el hecho de censar a las machis le parecía un acto de agresión hacia el pueblo mapuche. Los miembros de la Asociación Mapuche para la Salud del hospital rural de Makewe, que vinculaban directamente la salud intercultural con la autogestión y la autodeterminación, veían con mucho recelo que la política intercultural fuera definida desde el Estado y se sentían molestos por la soberbia de los agentes estatales que venían del Norte del país a ofrecerles participación a ellos, los verdaderos dueños de la tierra. Aprovechando una visita del Subsecretario de Salud al hospital de Makewe en 1999, el presidente de la Asociación Indígena para la Salud Makewe-Pelales declaró con ironía que, estando en sus propios territorios, los Mapuche-Wenteche no tenían que pedirle participación al Estado, pero que dadas las aparentes buenas intenciones de los wingka y considerando la histórica disposición de los Mapuche a la negociación, estaban dispuestos a darle participación al Estado. Invirtiendo la lógica que empezaba a perfilarse en el seno de las oficinas estatales, los dirigentes mapuches respondían desde una postura de soberanía, enfatizando la necesidad de ejercer el control cultural y político sobre sus territorios (Boccara, 2002: 283-304; Boccara, Rapiman y Castro, 2004). Frente a la consolidación del discurso político mapuche marcado por las ideas de autodeterminación, autonomía comunitaria, descolonización del saber y control territorial y en
razón a la persistencia de la movilización en contra de las empresas forestales, los gobiernos de la Concertación intensifican, complejizan y expanden su política indigenista. La colonización de la interculturalidad por parte de las agencias estatales y la constitución de un espacio intercultural bajo control del Estado se ven reforzadas por la implementación del nuevo y potente programa Orígenes en 2001 así como por toda una serie de innovaciones institucionales (Mesas de Diálogo, Diálogos Comunales, Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato). Poco a poco, se difunde un nuevo tipo de discurso dominante sobre el tratamiento de la diferencia cultural y se implementa una nueva forma de hacer política participativa vía la incorporación de toda una serie de nuevos intermediarios semi-privados o para-estatales (consultoras, ONGs) y la cooptación de varios líderes y dirigentes indígenas considerados como claves. Después de una “década perdida” en términos del control político e ideológico sobre los sujetos indígenas, el Estado parece retomar la iniciativa y intenta neutralizar al movimiento social cuyo dinamismo y creatividad habían dejado a todos atónitos. Es así como entre los años 2000 y 2005, el proceso de institucionalización, apropiación estatal y formalización legal de la interculturalidad se acelera y afianza. Pues además de las políticas interculturales propiciadas desde los ministerios de salud y de educación, todas las administraciones públicas tienden a tener un barniz de interculturalidad. Se procede, dentro de este nuevo espacio social definido como intercultural, a una masiva reorganización del conocimiento relativo al indígena y de las prácticas sociopolíticas vinculadas a la gestión y representación de la diferencia cultural. El espacio visual se llena de los nuevos signos de la comunicación intercultural. En los servicios públicos (hospital, registro civil), la señalética (¿señal-étnica?) aparece desde ahora traducida a los idiomas nativos. Se despliega una nueva economía visual de lo intercultural donde lo indígena ocupa el polo de la tradición y lo criollo el horizonte de la modernidad. La interculturalidad se acompaña de la difusión de una “metodología” participativa que postula que los indígenas deben involucrarse en los nuevos programas de Estado e incorporarse a las agencias para-estatales. Pero hay más. Pues se circunscribe el reconocimiento de la legitimidad y representatividad de las reivindicaciones indígenas al nuevo ámbito participativo de la interculturalidad. Las críticas indígenas expresadas desde afuera del espacio social participativo de la interculturalidad y que ponen en tela de juicio el modelo estato-nacional de racialización de la diferencia o cuestionan el nuevo proceso de territorialización de la nación se encuentran reducidas a reclamos particulares, tildadas de poco representativas o radicales. El campo político de la interculturalidad llega a ser concebido por los agentes del Estado como el solo y único ámbito legitimo y legalmente instituido en el que los indígenas están autorizados a formular sus demandas sociales, expresar su malestar y participar. La interculturalidad es desde ahora el conducto regular de todo tipo de reivindicación o reclamo autorizado. Los indígenas se encuentran atrapados o entrampados en estos nuevos lugares de la participación intercultural o de la interculturalidad participativa. De hecho, ubicarse fuera de los lugares de diálogos interculturales definidos por el Estado implica marginarse, deslegitimarse e, incluso, colocarse al margen de la legalidad. Las luchas y reivindicaciones indígenas se encuentran así paulatinamente circunscritas al espacio intercultural en el que el universalismo político se piensa desde el estado-nación chileno y no desde la
experiencia histórica o los conocimientos de los indígenas. La interculturalidad, tal como se encuentra pensada e implementada desde el Estado, no se limita a indagar sobre y “minorizar” (5) a la cultura indígena sin interrogarse sobre la cultura “criolla” considerada como universal y englobante, sino que desvincula las luchas simbólicas para el reconocimiento de los derechos de los indígenas de las luchas materiales con respecto de las desigualdades sociales, la explotación económica y el racismo ambiental. Para los agentes de Estado y los nuevos expertos de las consultoras todo se reduce a un problema de comunicación intercultural y la cultura llega a explicarlo todo: desde los desastrosos indicadores de salud de las poblaciones indígenas hasta la mala atención en los hospitales, desde la inestabilidad generada por la crisis ambiental en zonas de plantaciones forestales hasta la oposición a los mega-proyectos (represas, carreteras) que destruyen el hábitat de los comuneros lafkenche o pehuenche. Y si todo se puede explicar en función de un supuesto desfase o desencuentro cultural, basta con generar nuevos espacios y métodos de comunicación intercultural para resolver los problemas de las minorías étnicas dentro del marco universal de la nación y de la nacionalidad chilena. Los indígenas que rechazan la interculturalidad como nuevo campo político hegemónico son tildados de antisociales, terroristas o antipatriotas. Los militantes que declaran que la idea de soberanía nacional y de defensa de los intereses de las etnias originarias nacionalizadas es una ficción o farsa pues el capitalismo transnacional no conoce fronteras, son excluidos del diálogo, deslegitimados, invisibilizados, reprimidos y encarcelados. La formación del campo político de la interculturalidad tiende así a encerrar progresivamente al indígena en su estatus de minoría étnica, reduciendo sus reivindicaciones a demandas culturales particulares sin alcance universal y desconectando estos mismos reclamos culturales del contexto material en el que se inscriben. Lo étnico se encuentra así nacionalizado y minorizado, dejando poco espacio para pensar lo nacional desde la experiencia histórica indígena y poco margen de maniobra para la instauración de alianzas transétnicas. En fin, o se juega el juego de la interculturalidad nacionalizadora o se expone al crimen de lesa nación. Se empieza así a dibujar una nueva dicotomía: el “indio permitido” o “cliente exótico” versus el “indio terrorista antimoderno”. Este dispositivo de poder/saber que etnifica a los “indios pacificados” tiende, por otra parte, a barbarizar a los indios indómitos o rebeldes. Estos mecanismos de pacificación determinan así rápidamente una doble territorialidad dentro del mismos espacio nacional: por un lado, los territorios pacificados donde impera la ley de la democracia dialógica de libre mercado; por el otro, los territorios percibidos por los agentes del Estado como caóticos porque no sometidos al orden capitalista global y en los cuales se aplica la ley de seguridad interior del Estado. Se dibujan así paulatinamente las nuevas fronteras salvajes de las Américas actuales, fronteras o márgenes que corresponden al más allá del capitalismo civilizador. El papel de los nuevos misioneros de la interculturalidad será por consiguiente hacerles entender la buena nueva de la salvación por el mercado a estos indios rebeldes, verdaderos heréticos o paganos de los tiempos modernos. Es así como a principios del siglo XXI, y mediante la implementación de un diagrama de poder/saber capitalista diferencialista, se observa la emergencia de una representación dicotómica del indio: el buen indio (el indio amigo de los turistas, de las empresas privadas, de las consultoras) por un lado y el indio terrorista, “sin ley, sin fe, sin rey”, por el otro. Los primeros se encuentran exotizados, autentificados como verdaderos indios y reconocidos como legítimos representantes de su pueblo.
Los segundos son acusados de ejercicio ilegal e ilegítimo de la “indigeneidad”. Se cuestiona su identidad como indígena pues se les acusa de ser indios deculturados de las ciudades, hijos de uniones mestizas o chilenos sin sangre indígena que actuarían como agitadores. Lo anterior tiende a demostrar que la raza y el esencialismo siguen ocupando un lugar central en el edificio conceptual de la interculturalidad. Pues el indio es definido en términos tanto biológicos (o fenotípicos) como por una serie de rasgos culturales fijos y rígidos. La racialización y reificación de las culturas indígenas son funcionales al proceso de minorización de las etnias nativas y de descontextualización y dehistorización del proceso de producción de la diferencia sociocultural y, por lo tanto, de naturalización de las desigualdades socioeconómicas. En los años inmediatamente posteriores a la implementación del Programa Orígenes, el campo semántico que abarca y el dominio de acción que define la interculturalidad tiende a ampliarse y a diversificarse. De la voluminosa cantidad de material publicado por las agencias estatales y paraestatales sobre el tema, se puede advertir que la interculturalidad se ha transformado en una categoría muy extensa que engloba una cantidad creciente de fenómenos de distintas índoles. Se refiere tanto a una acción que toma en cuenta la diferencia cultural como a una persona que es capaz de demostrar empatía. Alude tanto a un espacio concreto de encuentro entre dos culturas como al asentamiento de mecanismos sociales que buscan facilitar la comunicación entre grupos culturalmente diferentes. Remite a fenómenos de orden tanto simbólico como material. Es un hecho social observable a nivel individual pero también colectivo. Es a la vez algo que ya existe y el horizonte deseado de la “comunicación sin fronteras”. Aparece tanto como un producto lógico y espontaneo de la historia de las relaciones inter-étnicas como el resultado esperado de la política voluntarista del Estado. A pesar de la pluralidad de significados y de la multiplicidad de ámbitos de acción a los que remite la interculturalidad, los expertos en interculturalidad se empecinan en presentarla como un simple método tendiente a mejorar las relaciones interétnicas. Se esmeran en buscar una definición precisa y consensuada de la palabra con el fin mejorar el método de acción postulado previamente. Reduciendo así el problema a un tema de definición o de método, no perciben (por razones que expondremos más adelante) que la interculturalidad representa una institución sociopolítica central en la redefinición de lo étnico y del estatus de las minorías étnicas en el Chile neoliberal. Lejos de ser una simple prenoción o un mero método, la interculturalidad representa hoy en día tanto un nuevo campo social como una nueva formación discursiva que “minoriza” a los pueblos indígenas y participa de la producción de una nueva narrativa nacionalista pluriétnica. 3) Génesis y estructuración del campo de la interculturalidad Lejos de ser una mera noción que sirve para caracterizar o representar al espacio (concreto o simbólico) de las relaciones inter-étnicas o de reducirse a un simple método de intervención pública con pertinencia cultural, la interculturalidad constituye un campo social en el que se desarrollan luchas precisamente para imponer como legítima y dominante una visión particular y arbitraria de lo que es la interculturalidad y de lo que es un método intercultural de intervención. En otras palabras,
el campo de la interculturalidad es el espacio social en el que se define lo que es la interculturalidad como concepto y método. Pero no es solo eso. Pues es también un espacio social que involucra a una cantidad creciente de actores cuyas identidades y estatus sociales y étnicos se encuentran transformados, regulados, autorizados y fijados por sus posiciones y tomas de posiciones dentro de este nuevo campo burocrático. Es un campo social que se ha ido formando progresivamente vía la organización de talleres, mesas redondas, encuentros, pero también mediante la creación de nuevos programas, la consagración de expertos, la incorporación de nuevos agentes, la formación de nuevos discursos sobre la diferencia cultural y la nación, etc. Es un campo que se va estructurando tanto mediante los agentes, mecanismos, problemas y discursos que genera e incorpora como a partir de lo que excluye o desautoriza. Como lo planteamos anteriormente, la interculturalidad se ha transformado en un nuevo espacio social al que una gran variedad de agentes se encuentran desde ahora adscriptos. La formación paulatina de este espacio se ha realizado, por un lado, mediante la creación de estructuras objetivas (oficinas ministeriales, programas especiales, carreras universitarias, capacitaciones, talleres, diplomados, etc.) o de una institucionalidad social y política definida como intercultural y, por otro lado, por la configuración de estructuras cognitivas que tienden a aprehender y representar la realidad social en términos interculturales. En otros términos, se ha genera un marco institucional llamado intercultural y se ha planteado el problema de la interculturalidad como problema digno de ser debatido. Paralelamente a la objetivación de la interculturalidad en nuevas instituciones de gobierno, ha emergido una nueva configuración semántica que problematiza la interculturalidad y contribuye a hacerla aparecer como un hecho social natural, neutro y evidente. Una nueva jerga ha surgido y nuevas controversias y debates se han desplegado con respecto de la definición legítima de lo que es la interculturalidad, haciendo de esta última un tema digno de ser debatido y dotado de una existencia social tan central como real. La interculturalidad se ha constituido así en un espacio de lucha de clasificaciones orquestado por el Estado pero con la intervención de un número considerable de personas e instituciones: científicos sociales, dirigentes indígenas, empleados de las agencias multilaterales, consultores, personeros de ONGs, comuneros indígenas, etc. La retórica de la interculturalidad ha tendido a extenderse, nuevas instituciones han sido creadas, nuevos enjeux se han dibujados, nuevos agentes han emergidos y sobre todo el lugar de las luchas sociales de los indígenas parece haberse desplazado de las organizaciones y de las comunidades a los nuevos lugares dialógicos de la interculturalidad. La interculturalidad como política pública ha tendido así a crear lugares de encuentros entre personas que ocupaban hasta hace poco campos o espacios sociales distintos y separados. Esos nuevos lugares de la interculturalidad llegan a ser las esferas en las cuales se despliegan las luchas simbólicas y discursivas en torno a la definición legítima y autorizada de la o de las culturas indígenas. Mientras las luchas concretas en contra de las forestales y de las mineras siguen en el centro-sur y norte del país, un nuevo espacio de luchas se está constituyendo en el que está en juego la definición de la cultura indígena legitima, autentica y autorizada. Un nuevo espacio en el que está en juego la definición de que es “ser indio” y de quien estaría autorizado para decir que es “ser un indio”. Es cada más dentro de este campo, y ya no solamente desde las luchas y reivindicaciones indígenas extra-estatales o extra-burocráticas, que los discursos sobre la autoctonía y los derechos indígenas se encuentran validos o deslegitimados. Es mediante la puesta en marcha de mecanismos de
legitimación y nominación desplegados en el campo intercultural que los dirigentes indígenas se encuentran “validados” e incorporados a la maquina estatal o excluidos de los nuevos espacios de negociación y de captación de recursos simbólicos y materiales. El espacio social de la interculturalidad ha llegado a tener tanto peso en el proceso de legitimación de las reivindicaciones indígenas y de definición de la cultura indígena legítima y autorizada que los excluidos de este campo son muy a menudo clasificados como antisociales o indígenas inauténticos. La estructuración de este campo social participa por lo tanto de la integración al campo político de las luchas indígenas o de la burocratización de las reivindicaciones de los grupos nativos (Bolados, 2012: 135-144; Cuyul, 2008). Las actividades y tomas de posición de un número creciente de agentes sociales se encuentran determinadas por su pertenencia a este campo y existe un capital específico a este campo, un capital propiamente cultural o étnico, que puede convertirse en capital político. Al aprehender a la interculturalidad como campo, vale decir como espacio de posiciones objetivas en el cual se despliegan luchas de clasificaciones con respecto de la definición de la cultura indígena auténtica y como conjunto de lugares concretos en los cuales se implementan mecanismos de nominación y consagración de los representantes indígenas legítimos, adoptamos una perspectiva relacional y por lo tanto evitamos los falsos problemas que consisten en preguntarse ¿qué es la verdadera cultura indígena?, ¿Quién es el verdadero indígena? o ¿quién es el verdadero representante de los autóctonos? Es afirmar así que a la pregunta: ¿Qué es un indio? No existe una respuesta definitiva. Es sobre todo interesarse por los mecanismos y las luchas que desembocan en la definición legítima y dominante, en un momento dado de la historia, de lo que es la cultura indígena, de la nominación de sus representantes y de la determinación de la identidad cultural indígena legítima. Parafraseando a Pierre Bourdieu (1997), diría que le mundo de la interculturalidad es un juego en el cual lo que está en juego es el problema de saber quien tiene el derecho de definirse como indio y sobre de decir lo que es un indígena y lo que es la cultura indígena. Observemos al pasar que en el seno del espacio intercultural, la cultura dominante o criolla no se encuentra nunca definida de manera positiva sino solamente a través de las diferencias que las distinguen de las culturas indígenas. Hablar de la interculturalidad como campo de luchas de clasificaciones y de clases en el que los individuos se encuentran en posiciones dominantes o dominadas en función del volumen y de la proporción de las distintas especies de capital que tienen, permite por otra parte ver en la burocracia de Estado como un espacio de luchas, de competencia, de connivencia y de colaboración entre unos agentes que ocupan diferentes posiciones en este espacio de relaciones objetivas constituido por el campo. Es dar cuenta de las relaciones de competencia que tienen los distintos grupos sociales en lucha para la participación al poder de Estado y para la redistribución de los beneficios que otorga el Estado. Es también percibir que la concentración de las luchas culturales en este espacio conduce por otra parte tanto a la transformación del propio Estado como a la concentración de los medios de la violencia simbólica legítima en provecho del Estado. Última precisión: si bien las personas que ocupan posiciones dentro del espacio social definido como intercultural tienen opiniones divergentes con respecto de la naturaleza de las políticas interculturales implementadas por el Estado, están non obstante de acuerdo sobre lo esencial, a
saber: la convicción de que la interculturalidad es un tema digno de ser tratado y debatido y del carácter fundamental de la “interculturalización” de las políticas públicas de Estado. Esta convicción no es menor pues es la manifestación de una adhesión compartida e inmediata a la necesidad del campo que Bourdieu llama illusio. Todos los agentes del campo de la interculturalidad comparten la creencia fundamental en el valor de lo que está en juego en las discusiones y debates alrededor del tema de la interculturalidad. Todos comparten los mismos presupuestos inscritos en el hecho mismo de conversar y debatir sobre el tema de la interculturalidad, de lo que realmente es o no es. Existen por lo tanto un conjunto de creencias no discutidas o de lo que Bourdieu llama las adhesiones encantadas del conjunto de los agentes sociales a las propiedades y a lo que está en juego en el campo, y eso, más allá de los conflictos que los oponen de manera a veces virulenta. Están, por ejemplo, de acuerdo sobre el hecho que es necesario llegar a una definición fija y estandarizada de lo que son las culturas indígenas. También están convencidos de que hay que profesionalizar al saber indígena para que adquiera un valor objetivo y un cierto grado de reconocimiento general más allá de las comunidades locales. Hablar de la interculturalidad como campo social permite por otra parte entender el fenómeno de transmutación de propiedades sociales (los habitus) en capital cultural y de la conversión de este ultimo en capital político. De este punto de vista, y tomando prestado una idea desarrollado por Pierre Bourdieu, diremos que el campo hace el capital, convirtiendo así ciertas propiedades sociales en instrumentos de luchas y arrancándolas a la insignificancia, al anonimato o a la ineficiencia a la que estarían condenadas en otro campo. Es así, por ejemplo, que los conocimientos sobre la cultura indígena y las conceptualizaciones de la salud indígena llegan a ser competencias monnayables sobre el nuevo mercado de la salud intercultural y pueden convertirse en capital específico de este campo. Fuera de este campo, los conocimientos y saberes de los terapeutas llamados tradicionales no tienen el mismo valor, no son un capital cultural propiamente dicho. Fuera de este campo, las redes sociopolíticas en el centro de las cuales se ubican los dirigentes indígenas o los conocimientos que algunos comuneros manejan sobre la historia social de sus comunidades o los mecanismos políticos internos no constituyen un “capital social”. Llegamos acá a otro punto crucial con respecto del uso acrítico y mistificador que los agentes del campo intercultural hacen de los conceptos de capital social y capital cultural. Del mismo modo que la de interculturalidad, estas nociones fueron colonizadas por las ciencias políticas y económicas dominantes para ser luego vaciadas de su contenido político y reinsertadas en el marco conceptual de la teoría del rationalchoice o en la grilla interpretativa conocida bajo el nombre de individualismo metodológico. No nos extenderemos sobre las críticas que pueden hacerse a estas teorías y al uso de las nociones antes mencionadas. Conviene sin embargo añadir que los ideólogos de las agencias multilaterales de desarrollo y los agentes sociales que participan del campo intercultural tienden a considerar el capital social y el capital cultural como algo dado o ya existente en las comunidades indígenas. En otras palabras, para ellos, las prácticas culturales indígenas son una forma de capital cultural. Del mismo modo, los lazos interpersonales, las redes de parentesco, los mecanismos de colaboración económicas son consideradas bajo el rotulo de capital social. Al postular la existencia de distintas especies de capital en el seno de las comunidades indígenas, los etnoburócratas ocultan los mecanismos que participan de la conversión de las prácticas y
representaciones sociales y culturales de los grupos indígenas en los distintos tipos de capital del nuevo campo intercultural. Sin embargo, como lo hemos planteado anteriormente, es solo al término de un largo proceso de recopilación, traducción, sistematización, estandarización, reificación y reinscripción en un nuevo espacio social que se les otorga la calidad de capital a los saberes, prácticas y conocimientos indígenas. Por consiguiente, hablar de capital social y cultural como algo existente al estado bruto, podríamos decir, en las comunidades indígenas, es invisibilizar el proceso de normalización y de colonización de la cultura indígena. Pues en realidad, las nociones de capital social y de capital cultural son la manifestación de la introducción de lógicas heterónomas en el seno de las comunidades indígenas. Es la constitución y la existencia del campo intercultural las que permiten la existencia de estas especies de capital consideradas como naturales por los agentes de este campo. 4) Conclusión El cuestionamiento sociológico con respecto de la constitución del campo de la interculturalidad remite a un problema más general que consiste en saber que es el Estado. Pues la estructuración de este nuevo campo está directamente articulada a la extensión de los mecanismos de estatalización de las poblaciones indígenas rurales de Chile. Se trata en realidad de implementar nuevos mecanismos de normalización y de estandarización en lugares sociales que escapaban, hasta hace poco tiempo, a la lógica heterónoma del Estado. En varios trabajos socio-etnográficos he mostrado que la implementación de programas de salud intercultural en territorios mapuche y atacameño, tendió a desplazar los mecanismos de legitimación de los cultores tradicionales desde las comunidades hacia la etnoburocracia estatal (Boccara, 2007: 185-207; Boccara y Bolados, 2010: 347-384). Desde esta perspectiva, la estructuración del campo de la salud intercultural puede ser interpretada como un mecanismo mediante el cual el ejercicio de la violencia física y simbólica legitima del Estado (Bourdieu, 2012: 14) tiende a desplegarse sobre un nuevo segmento del cuerpo de la nación. Pues es del Estado, que concentra el capital simbólico de reconocimiento y de legitimidad, que los nuevos agentes indígenas de la salud deben esperar su legitimación. Paulatinamente, se ha inculcado la idea de que, en última instancia, es del Estado que habrá que esperar la legitimación de la llamada medicina ancestral, vía la operación de unificación del mercado terapéutico y de homogeneización de las formas de comunicación (Bourdieu, 1997: 105). Si bien los cultores gozan de un estatus y ejercen un poder de una naturaleza diferente a la del médico occidental y obtienen su legitimidad a través de mecanismos sociales e ideológicos específicos (Fassin, 1996), tendrán sin embargo que acomodarse al principio de visión y división del mundo social y a las formas de clasificaciones estatales. Es así como de manera muy concreta, a través de micro-actos y prácticas localizadas y de la generación de nuevos agentes sociales que se desenvuelven en el seno de nuevos espacios sociales interculturales, el Estado se constituye como “una instancia central de nombramiento” (Bourdieu, 1997:111) en ámbitos cada vez más extendidos de la sociedad. Parafraseando a Pierre Bourdieu, podríamos decir que el capital simbólico del terapeuta indígena que se basa en una estima social y en un conocimiento y reconocimiento de su poder inestable de curar en un espacio social local o regional bien
circunscrito debe, en el nuevo contexto de la salud intercultural, alcanzar algún nivel de objetivación burocrática para llegar a tener una validez universal y permanente. En resumidas cuentas, las luchas por el reconocimiento pasan cada vez más por el hecho de reconocer al Estado el poder de nombrar y de autorizar una categoría de agentes (los cultores) “a ser oficialmente, es decir pública y universalmente, lo que por el momento son por sí misma” (Bourdieu, 1997: 115). El punto de vista particular de la sociedad dominante sobre lo que es la medicina se impone así, en razón a la posición de dominado y de marginación que ocupan los indígenas en la sociedad chilena contemporánea, como el punto de vista universal (6). En el marco de la interculturalidad, el reconocimiento de la “medicina ancestral” en tanto que “medicina” involucra la emergencia de una identidad social de médico ancestral socialmente garantizada. Y es en el marco jurídico-institucional objetivo de la interculturalidad que esos nuevos agentes sociales legítimos podrán ejercer su oficio de manera legítima. Por consiguiente, lo que me parece importante destacar es que los estudiosos que se dedican a buscar una definición correcta o precisa de lo que sería o debería ser intercultural son en realidad parte del juego social que pretenden explicar. Tienden a reproducir los mecanismos mediante los cuales el Estado, en tanto que entidad teológica que existe a través de la creencia (Bourdieu, 2012: 25) y que produce actos de categorización, se impone como ortodoxia. Tienden a participar de la producción y canonización de las categorías producidas por el Estado en lugar de tomarlas como objetos de estudio. En cambio, emprender el análisis de la interculturalidad en tanto que campo social burocrático es mostrar que es en este espacio que tienden a definirse los principios dominantes y legítimos de visión y de división del mundo social. Es a través de la implementación de la interculturalidad que se tiende no solo a gobernar a los pueblos indígenas sino que a producirlos en tanto que pueblos indígenas. Los censos, talleres y programas interculturales, la literatura administrativa sobre las culturas indígenas, la nominación de especialistas en interculturalidad, los diagnósticos socioculturales o la capacitación de funcionarios públicos no solo sirven para medir y conocer a los gobernados sino que producen las categorías legitimas de la nueva sociedad multicultural y pluriétnica chilena neoliberal. Estas categorías deben ser universalmente reconocidas y llegar a constituir un nuevo sentido común, nuevas evidencias que no se discuten. La perspectiva que hemos adoptado en este trabajo consiste por lo tanto en desnaturalizar y develar los mecanismos mediante los cuales se produce esta impostura legitima llamada Estado pluricultural. 5) Bibliografía Appadurai, Arjun (2006): Fear of Small Numbers. An Essay on the Geography of Anger. Durham & London: Duke University Press. Boccara, Guillaume (2007): “Etnogubernamentalidad: la formación del campo de la salud intercultural en Chile”. Chungara, vol.39, Nº2, pp.185-207. Arica-Chile: Universidad de Tarapacá.
Boccara, Guillaume (2002): “The Mapuche People in Post-Dictatorship Chile”. Études Rurales, Nº163-164, pp.283-303. Paris: Editions de l'E.H.E.S.S. Boccara, Guillaume y Paola Bolados (2010): “¿Qué es el multiculturalismo? La nueva cuestión étnica en el chile neoliberal”.Revista de Indias, vol.LXX, Nº250, pp.651-690. Madrid: CSIC. Boccara, Guillaume; Jaime Ibacache y José Ñanco (2001): “Modelo de Lógica Intercultural o Modelo de Salud de Lógica Indígena. Algunas Reflexiones sobre la Noción de Interculturalidad”. En: Ivonne Jelves (comp.),Tercer Encuentro Nacional de Salud y Pueblos Indígenas. Villarrica 1999, pp.99-102. Temuco-Chile: Servicio de Salud Araucanía Sur. Boccara, Guillaume, Eduardo Rapiman y Mario Castro (2004): Salud Complementaria, Territorio y Estado en Tierra Lafkenche. Santiago de Chile: Ministerio de Salud. Bolados, Paola (2012): “Neoliberalismo multicultural en el Chile postdictadura: la política indígena en salud y sus efectos en comunidades mapuches y atacameñas”. Chungara, vol.44, Nº1, pp.135-144. Arica-Chile: Universidad de Tarapacá. Bourdieu, Pierre (2012): Sur l’Etat. Cours au Collège de France 1989-1992. Paris: Editions du Seuil. Bourdieu, Pierre (1997): Razones Prácticas. Sobre la teoría de la acción. Barcelona: Editorial Anagrama. Cuyul, Andrés (2008): “La burocratización de la salud intercultural. Del neo-asistencialismo al autogobierno mapuche en salud”. En: www.mapuexpress.net. Fassin, Didier (1996): L’espace politique de la santé. Essai de généalogie. Paris: Presses Universitaires de France. Walsh, Catherine (2007): “Interculturalidad y colonialidad del poder. Un pensamiento y posicionamiento ‘otro’ desde la diferencia colonial”. En: Santiago Castro y Ramón Grosfoguel (eds.), El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, pp.47-62. Bogotá-Colombia: Siglo de Hombres Editores. ** CNRS/EHESS, Francia. Correo electrónico: boccara@ehess.fr 1 Orígenes o Programa de Desarrollo Integral de Comunidades Indígenas se empezó a implementar en Chile en el año 2001. Es un Programa de133 millones de dólares que tiene como objetivo contribuir al desarrollo y mejoramiento de la calidad de vida de los pueblos aymara, atacameño y mapuche del sector rural. Está financiado en parte a través de un préstamo de 80 millones de dólares del Banco Inter-Americano de Desarrollo. El ejecutor principal del Estado de Chile durante la primera fase de Orígenes (2001-2005) fue el MIDEPLAN (Ministerio de
Planificación). A contar del año 2007, y al iniciarse la segunda fase del programa, Orígenes fue incorporado administrativamente a la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI). 2 Con respecto de los usos de la noción de interculturalidad por las organizaciones indígenas en Ecuador Catherine Walsh señala lo siguiente: “La interculturalidad -como principio clave del proyecto político del movimiento indígena- está directamente orientada a sacudir el poder de la colonialidad y del imperialismo” (Walsch, 2007: 49). Y de añadir más adelante: “(…) la interculturalidad no está entendida como un simple nuevo concepto o término para referir al contacto y al conflicto entre el Occidente y otras civilizaciones (…). Tampoco sugiere una nueva política (…) que, originada en una práctica emancipadora, deriva de una responsabilidad hacia el Otro. Representa, en cambio, una configuración conceptual, una ruptura epistémica que tiene como base el pasado y el presente, vividos como realidades de dominación, explotación y marginación” (Walsch, 2007: 51). 3 Médico chileno que, desde principios de los años 1980, ejerce su profesión entre las comunidades mapuche y huilliche de la octava, novena y decima regiones de Chile. A través de su trabajo con asociaciones de salud y sanadores indígenas, ha sido uno de los precursores de la implementación de una perspectiva complementaria y comunitaria en salud rural. Después de haber creado y dirigido el Programa Mapuche del Servicio de Salud Araucanía Sur durante los años 1990, se traslada (a principios de los años 2000) al Archipiélago de Chiloé donde implementa un programa de salud participativa complementaria y comunitaria con los habitantes de las islas. Es autor de numerosos artículos y videos sobre los temas de la salud complementaria y la epidemiologia sociocultural. Es considerado una de las máximas autoridades en tema de políticas de Estado hacia los pueblos indígenas y rurales en Chile. Se ha destacado sobre todo por el carácter creativo y participativo de su trabajo en salud comunitaria tanto en el hospital mapuche de Makewe (novena región) como en el centro de salud de Kompu del Consejo General de Caciques Williche de Chiloé (decima región) y en el Servicio de Salud Llanchipal (Llanquihue-Chiloé-Palena). A pesar de tener un cargo de funcionario público del Ministerio de Salud, ha sido uno de los críticos más radicales de la instrumentalización de la interculturalidad en salud y de la culturalización de los problemas de salud. 4 Participé como ponencista de este encuentro de salud durante el cual los intercambios fueron muy a menudos tensos entre los dirigentes y sanadores mapuche y los agentes oficiales de la nueva salud intercultural de Estado. La encargada del programa de salud con pueblos indígenas del Ministerio de Salud que venía desde Santiago predispuesta a establecer un “diálogo intercultural” y ameno con los indígenas recibió las críticas con desconcierto. Ella me confió no entender porque había tanto odio cuando lo que ellos buscaban propiciar era la participación, el dialogo y el empoderamiento. Desde el punto de vista de los agentes de Estado, este encuentro representó un fracaso pues los principales dirigentes indígenas decidieron abandonar el término de salud intercultural (ya contaminado por la retórica estatal paternalista y falsamente respetuosa de la diferencia cultural) y adoptar en cambio las nociones de salud complementaria o wekimün (saber nuevo).
5 Tal como lo señala Arjun Appadurai (2006), una minoría étnica no existe como tal sino que es producida como minoría por un Estado mediante la implementación y movilización de toda una serie de técnicas y tecnologías de poder y de saber. Preocupado por asegurar y consolidar las fronteras materiales e simbólicas de la nación y reafirmar su soberanía, el Estado nacional ve siempre como una amenaza a los grupos o movimientos sociales que no se posicionan en términos nacionales o nacionalistas y que pretenden definir sus identidades en términos propios. 6 Como bien lo observó uno de los evaluadores de este trabajo, hace falta recalcar que los agentes dominados de este nuevo campo etnoburocrático no son sujetos pasivos. Desarrollan estrategias contra-hegemónicas, negocian o se acomodan a las nuevas reglas de juego. Empero, si no he focalizado mi atención sobre las tensiones y contradicciones del funcionamiento del campo intercultural es porque me pareció importante plantear claramente una interpretación alternativa con respecto de la idea misma de la interculturalidad como campo. Ahora bien, comparto plenamente la observación del comentarista con respecto de la complejidad de los procesos que se han ido desarrollando en los últimos años. De hecho, en varios de mis trabajos (cf. bibliografía) he llamado la atención sobre las estrategias desplegadas por los agentes sociales subalternos que contribuyen a estructurar el campo y a introducir modificaciones en las reglas del juego, pero siempre desde una posición de dominado y sin lograr realmente desarrollar proyectos desde los valores e intereses de los grupos sociales de los que, en un momento dado, fueron los portavoces. Retomando una metáfora arendtiana, diría que las experiencias autónomas en salud intercultural fueron unos oasis de imaginación y efervescencia social en un desierto burocrático que ha tendido a extenderse.
Fuente: Cuadernos Interculturales – Universidad de Valparaíso [en línea] http://cuadernosinterculturales.uv.cl/index.php?option=com_content&view=article&id=45&Itemid=7
Resumen Si las palabras “intercultural” e “interculturalidad” son hoy en día de uso común y ocupan un lugar central en la nueva retórica neo-indigenista de Estado, cabe recordar que no era el caso hace solo un poco menos de veinte años atrás cuando Chile aún no se imaginaba como nación multicultural y pluriétnica. En este trabajo desarrollamos una reflexión con respecto de la manera como la noción de interculturalidad ha perdido progresivamente su potencial subversivo y político para ser incorporada a la nueva agenda etnodesarrollista estatal que no considera a la autonomía y al autogobierno como la base de una nueva relación entre Estado y pueblos indígenas. Asimismo hacemos la hipótesis que para entender lo que es la interculturalidad conviene considerarla como un campo social en el que los agentes llevan a cabo luchas de clasificaciones que desembocan en la definición de lo que es la cultura indígena legitima. Palabras clave: interculturalidad, campo social, colonialidad del poder, capital social Abstract The words “intercultural” and “interculturalism” are definitely part of our everyday vocabulary. Nevertheless, one must recall that it has not always been the case. For, before the Chilean nation started to be imagined as multicultural and pluriethnical, the notion of interculturality used to be a critical and subversive one. In this paper, we shall examine the ways this notion has been taken over by state agents and incorporated into the new multicultural agenda. Instead of looking at interculturality as a method or an analytical concept, we shall state that it constitutes a new social field in which social agents struggle over the legitimate definition of indigeneity. Key words: interculturalism, social field, coloniality of power, social capital 1) Introducción Desde la vuelta a la democracia, y bajo los distintos gobiernos de la Concertación, se ha iniciado en Chile un proceso de redefinición de la relación del Estado con los pueblos indígenas del país. Los debates públicos con respecto a la deuda histórica de Chile para con “sus etnias originarias”, la promulgación de una nueva legislación que reconoce y promueve la diversidad cultural y la creación de nuevas instancias de mediación entre el Estado y los pueblos indígenas, conducen a muchos observadores a sostener que el país ha dejado definitivamente atrás la vieja y obsoleta política asimilacionista de los siglos anteriores. El discurso político oficial repite ad nauseam que Chile ha entrado en el tercer milenio dotado de una política de reconocimiento que le permite
redefinirse como nación, ya no en base a la tradicional matriz blanca-europea, sino como entidad pluricultural y multiétnica. A través de la implementación de un innovador y multimillonario programa de etnodesarrollo(1), del fomento de la participación comunitaria indígena y de la instalación de políticas interculturales en salud y educación, se busca conseguir la verdadera “integración” de las poblaciones originarias y caminar hacia la formación de una ciudadanía cultural. Definiendo en una sola palabra de aparente sencillez este nuevo marco social, ideológico, legal e institucional, el multiculturalismo se ha instalado con fuerza en la arena pública. Los problemas sociales se declinan desde ahora en clave étnica. Nuevos rituales públicos contribuyen a fabricar la imagen de un Chile plural pero unido. El país parece haber iniciado el tercer milenio animado de un impetuoso deseo por re-imaginar su cuerpo político como nación, dispuesto a reparar el daño histórico infligido a sus poblaciones originarias y a otorgarles a sus hijos nativos un lugar digno en el seno de la comunidad nacional. En este ensayo, desarrollamos una reflexión con respecto de la naturaleza de este nuevo proyecto cultural nacional y nacionalizador llamado multiculturalismo a través de la constitución y estructuración de lo que denominamos el campo etnoburocrático intercultural. Planteamos algunas hipótesis sobre la manera como se está implementando este nuevo orden de la cosa pública vía la redefinición de las figuras de la alteridad y el uso de nuevas tecnologías de saber-poder para la resolución del llamado “problema indígena”. Pues si bien numerosos trabajos tratan del tema de la interculturalidad, observamos que la mayoría padecen de lo que llamaríamos una patología en la construcción del objeto de estudio. Pues en lugar de adoptar una perspectiva relacional, tienden a aprehender a la interculturalidad como categoría analítica o como un método y no como nuevo espacio social de luchas de clasificaciones del que conviene dar cuenta. Es dable notar, además, que se ha tendido a abordar el multiculturalismo como un hecho social ya dado o como un programa político coherente y predefinido, cuando en realidad nos parece que hay que aprehenderlo en tanto que proyecto político-cultural en construcción, tensionado, contingente y lleno de contradicciones, que se va desplegando a través de nuevas luchas de poder y de clasificaciones entre los nuevos agentes sociales estatales o para-estatales. Y es precisamente en estos nuevos espacios de la interculturalidad en construcción, que los agentes circulan en forma no aleatoria intentando legitimarse y acumular un capital específico al nuevo campo etnoburocrático. En la primera parte de este ensayo, nos focalizaremos sobre la manera como el potencial critico inicial de la interculturalidad ha tendido a ser diluido en el nuevo contexto de la política neo-indigenista de Estado. Nos concentraremos en un segundo momento sobre los mecanismos de funcionamiento de este nuevo campo intercultural, un campo que ha tendido a definirse paulatinamente como el único espacio legítimo y legal de discusión de las demandas indígenas. Plantearemos para concluir que el análisis del campo de la interculturalidad nos ofrece la oportunidad de examinar los mecanismos mediante los cuales se produce y reproduce esta impostura legítima llamada Estado.
2) Interculturalidad: la colonización de un concepto crítico En las dos últimas décadas, la interculturalidad se ha transformado en la nueva palabra a la moda del discurso político y cultural dominante en Chile. La pertinencia de los programas públicos dirigidos hacia los pueblos indígenas se determina en función de su grado de interculturalidad. Se exige de los funcionarios públicos que sean sensibles a la diferencia cultural, que sean “más interculturales” y se les capacita para ello. Escasas son las universidades que no hayan incorporado a sus mallas curriculares algo relativo a la interculturalidad. Los diplomas y diplomados en interculturalidad se han multiplicados ad infinitum. Lejos de limitarse al ámbito originario de la educación, la interculturalidad se aplica desde algunos años a los dominios de la salud, de la gestión cultural y patrimonial, del derecho, de la economía, etc. Ahora bien, si las palabras “intercultural” e “interculturalidad” son hoy en día de uso común y ocupan un lugar central en la nueva retórica neo-indigenista de Estado, cabe observar que no era el caso hace solo un poco menos de veinte años atrás cuando Chile aún no se imaginaba como nación multicultural y pluriétnica. Lejos de emplearse en el ámbito de las políticas públicas o de ser una noción del sentido común, la interculturalidad era un concepto usado por las organizaciones indígenas conectadas a las franjas progresistas del mundo de la investigación-acción de base. En efecto, a mitad de los años 1990, la interculturalidad remitía más bien a un accionar y a un pensamiento político anti-sistémico que ponía en tela de juicio el etnocentrismo de la sociedad chilena dominante y el sesgo cultural imperante en los distintos aparatos de Estado (escuela y salud pública). En aquellos años, los lideres y dirigentes indígenas afirman que, a diferencia de los criollos o chilenos no-indígenas, ellos son interculturales o biculturales, pues además de ser bilingües, han desarrollado la capacidad de manejarse social y culturalmente entre y en dos mundos. Ante la política paternalista de asimilación del Estado, los indígenas y los militantes de la causa indígena reclaman el derecho a una mayor autonomía en la educación de sus niños y exigen que se tome en cuenta la diversidad cultural existente en las zonas del país de alta densidad de población nativa. Asimismo la interculturalidad representa tanto una característica de la condición sociohistórica del individuo indígena como un reclamo de las bases movilizadas de la población nativa que rechazan la política homogeneizadora de la institucionalidad dominante. Como en otros países del continente (2), la noción de interculturalidad es manejada por unos militantes y profesionales autóctonos que la vinculan a los ámbitos de la autogestión y de la educación bilingüe y la usan para revalidar los conocimientos y de las culturas indígenas. En resumidas cuentas, si la interculturalidad se hace presente en la esfera pública es porque los indígenas (y los militantes sociales de base que se formaron en la lucha contra la dictadura) consideran su implementación como un acto político decisivo hacia el reconocimiento de la especificidad cultural nativa y la visibilización de su experiencia histórica de adaptación/resistencia al orden sociopolítico dominante. En otras palabras, la interculturalidad remite a una praxis que tiene por objeto contrarrestar la opresión política a la vez que permite imaginar la post-colonialidad. Es definida y operacionalizada en los márgenes del Estado por unos agentes sociales subalternos que buscan acabar con el proceso de invisibilización cultural al que fueron y siguen siendo sometidos.
Pertenece al ámbito de las luchas y reivindicaciones sociales en contra de un Estado que no ha cesado de imponer una representación de la nación chilena como criolla y de una patria sin indios. La interculturalidad representa “una forma otra de pensamiento relacionado con y contra la modernidad/colonialidad, y un paradigma otro que es pensado a través de la praxis política” (Walsh, 2007: 47). Ahora bien, pocos años después, a fines de los años 1990, el panorama empieza a cambiar. El término de “interculturalidad” se encuentra gradualmente vaciado de la carga crítica que tenía en los años anteriores. Es cada vez menos un concepto que permite pensar la descolonización material y simbólica de los indígenas. Paulatinamente colonizado o captado por la formación discursiva estatal, es el objeto de un profundo proceso de resemantización. En un contexto de reconfiguración del Estado y de redefinición de las relaciones entre agencias estatales, para-estatales, sociedad civil y actores privados, la interculturalidad se encuentra “operacionalizada” en los ámbitos oficiales, dominantes y formales de las administraciones estatales, de las ONGs, de las consultoras, de las grandes empresas privadas y de las agencias de desarrollo. Llega a representar una herramienta conceptual central de las estrategias neo-indigenistas de Estado y refleja “un esfuerzo por incorporar las demandas y el discurso subalterno dentro del aparato estatal” (Walsh, 2007: 55). Como bien lo señalara el médico chileno Jaime Ibacache (3) en 1999 -es decir en un momento en que la interculturalidad se estaba constituyendo en el método y marco representacional privilegiado de tratamiento de la diferencia cultural- “la interculturalidad es un tema que le interesa más bien al Estado de cómo poder hacer que los pueblos originarios se comporten como el Estado quiere” (Boccara, Ibacache y Ñanco, 2001: 99-102). La noción de interculturalidad no solo pasa a ser parte del bagaje conceptual elemental de toda persona con protagonismo en el ámbito de las políticas públicas, sino que se inserta en la cotidianeidad del ciudadano chileno común. Llega a ser de uso tan frecuente que los más variados agentes sociales la manejan como si su significado fuera evidente, fijo en el tiempo y compartido por todos. Hace parte desde ahora del sentido común del ciudadano-consumidor moderno, globalizado y abierto a la diversidad cultural. Todo el mundo es intercultural o pretende serlo tanto en espíritu como a través de sus prácticas. El ciudadano y las empresas deben mostrarse sensibles a la diversidad cultural, conocer y respetar al “Otro” e instaurar un terreno de entendimiento o una suerte de middleground con sus compatriotas nativos. Pero hay más. Pues la interculturalidad no solo representa un fenómeno social existente o deseado. Es también un hecho jurídico. Establecida mediante la Ley Indígena de 1993, es ratificada a través de varios decretos de los Ministerios de Educación y de Salud. La interculturalidad se encuentra así extraída del campo de las luchas políticas anti-hegemónicas indígenas para ser importada en el ámbito de las políticas estatales y, progresivamente, incorporada al dispositivo retórico-conceptual de las consultoras y agencias de cooperación y desarrollo. Se transforma en la ideología y metodología dominante de tratamiento de la diferencia cultural. Delimita el marco legal a partir del cual las agencias de Estado y para-estatales deben desde ahora atender a las poblaciones nativas y encauzar al fenómeno de la plurietnicidad. Ahora bien, la captación, resemantización y refuncionalización del concepto por parte de los agentes estatales y para-estatales no se hizo sin tensiones ni contradicciones. La segunda mitad
de los años 1990 representa el momento en que los defensores de la interculturalidad como categoría crítica de descolonización del saber y de las relaciones sociales se enfrentan a los nuevos expertos de la emergente tecnología intercultural de Estado. Es así como, por ejemplo, en 1999, durante un masivo encuentro nacional de salud y pueblos indígenas en Villarrica, varios invitados mapuche manifiestan abiertamente su disconformidad con la manera como los agentes de Estado definen o pretenden usar la interculturalidad (4). Afirman que la nueva tesis oficial de un “espacio de encuentro entre dos culturas” tiende a desvincular los problemas culturales de los procesos socio-históricos de dominación social, explotación económica y sujeción política. Un machi (chaman) plantea que los problemas de salud de los mapuche no se resolverán mediante la construcción de invernaderos para plantas medicinales financiados por programas interculturales en salud, sino que por la devolución de las tierras usurpadas a las comunidades indígenas y la lucha contra las grandes empresas forestales. Un comunero de la zona del Lago Budi, militante del Consejo de Todas las Tierras, señala que el mayor problema de salud que enfrentan las comunidades lafkenche es la construcción de la Carretera de la Costa que atraviesa el territorio nativo sin aportar ningún beneficio a los indígenas. El director del hospital indígena rural de Makewe recuerda a los funcionarios del Ministerio de Salud que los mapuche son interculturales desde hace siglos pues tuvieron que adaptarse para sobrevivir, antes de añadir que ahora son los wingka los que tienen que abrirse y aprender del Otro. Otra persona, conocida y respetada por los comuneros mapuches y primer facilitador intercultural del hospital regional de Temuco, se niega a presentar su ponencia en lo que él define como un “supuesto espacio de la interculturalidad”. Se queja de que se le haya impuesto un límite de tiempo para su alocución y afirma que eso remite fundamentalmente a una concepción wingka del debate. Explica que se platica mucho de interculturalidad pero no se practica y que una vez más se impone una norma exterior pues, a diferencia de los wingka, los mapuches debaten hasta que se haya llegado a un acuerdo sin que exista restricción de tiempo. Demuestra asimismo que concibe esta reunión como un espacio de negociación política entre los Mapuche y los agentes de Estado y no como un simple encuentro donde los indígenas reunidos deberían firmarle un cheque en blanco al Estado para que opere en las comunidades indígenas e implemente políticas de salud públicas “con pertinencia cultural”. Mientras los funcionarios presentes pretenden definir las características de la interculturalidad desde un punto de vista meramente formal-administrativo y desde los valores e intereses del Estado, los Mapuche, en su territorio, se reivindican como sujeto político autónomo dotado de capacidad de negociación y de una institucionalidad política propia. La disyunción aparece de manera clara en este encuentro entre, por un lado, los dirigentes y líderes indígenas que conciben la interculturalidad como una praxis política que abre la posibilidad de pensar y actuar desde el saber propio (kimün) y, por otra parte, los agentes estatales, aún poco preparados o capacitados, que piensan la interculturalidad como un espacio neutro y casi encantado de la comunicación sin fronteras entre culturas. Mientras las autoridades indígenas ven la interculturalidad como un arma política central en el proceso de descolonización material y simbólica, los agentes de Estado la conciben como una herramienta para pensar la unidad nacional en la diversidad cultural y como medio para incorporar los indios al proceso de modernización. Sintetizando con humor la opinión de muchos mapuche presentes en Villarrica y
apuntando al paternalismo y a la nueva hegemonía que se esconden detrás de esta nueva palabra, un dirigente declara lo siguiente: “!No le pedimos al Estado que nos dé una mano, le pedimos que nos la saque de encima!”. Es así como en reiteradas oportunidades las críticas se manifiestan en contra del nuevo uso que los agentes del Estado hacen de la interculturalidad. Los dirigentes y profesionales de las asociaciones y organizaciones indígenas de base sienten que se les está despojando de una noción que, de alguna manera, habían hecho suya. Este desposeimiento se acompaña además de un proceso de resignificación que reduce la interculturalidad a un diálogo horizontal y a una espacio neutro de relaciones (¡pero siempre elaborado y conceptualizado desde el Estado!) entre dos culturas, aunque la historia de las interacciones entre indígenas y no-indígenas se caracterice por la violencia, la imposición de un arbitrario cultural, la discriminación y la explotación. Notemos, por otra parte, que al definir la interculturalidad ya no solo como concepto sino que como espacio social orquestado desde arriba, los agentes del Estado tienden a inmiscuirse paulatinamente en los asuntos culturales de las comunidades. Así es como lejos de ser percibida como un progreso o “una oportunidad”, la incipiente política intercultural de Estado es considerada por muchos indígenas como un nuevo dispositivo de desposeimiento material y simbólico, de despolitización y deshistorización de los problemas de dominación cultural y de imposición de una nueva hegemonía en ámbitos que, hasta ese entonces, habían quedado fuera del alcance de la política estatal. Varios indígenas presienten que con la institucionalización de la interculturalidad en salud, el Estado tendrá a ejercer un mayor control sobre ellos, sus terapeutas y comunidades. Lo que los dirigentes indígenas esperan del Estado no es mayor control sino que los apoye económicamente, mejore el acceso de los comuneros al sistema de salud formal y despenalice las prácticas curativas nativas. No desean que los agentes de Estado se entrometan en los asuntos intracomunitarios o intervengan en e investiguen las maneras indígenas de concebir la salud. Una mujer indígena que trabajaba en el ámbito de la educación intercultural bilingüe me confió encontrar que el hecho de censar a las machis le parecía un acto de agresión hacia el pueblo mapuche. Los miembros de la Asociación Mapuche para la Salud del hospital rural de Makewe, que vinculaban directamente la salud intercultural con la autogestión y la autodeterminación, veían con mucho recelo que la política intercultural fuera definida desde el Estado y se sentían molestos por la soberbia de los agentes estatales que venían del Norte del país a ofrecerles participación a ellos, los verdaderos dueños de la tierra. Aprovechando una visita del Subsecretario de Salud al hospital de Makewe en 1999, el presidente de la Asociación Indígena para la Salud Makewe-Pelales declaró con ironía que, estando en sus propios territorios, los Mapuche-Wenteche no tenían que pedirle participación al Estado, pero que dadas las aparentes buenas intenciones de los wingka y considerando la histórica disposición de los Mapuche a la negociación, estaban dispuestos a darle participación al Estado. Invirtiendo la lógica que empezaba a perfilarse en el seno de las oficinas estatales, los dirigentes mapuches respondían desde una postura de soberanía, enfatizando la necesidad de ejercer el control cultural y político sobre sus territorios (Boccara, 2002: 283-304; Boccara, Rapiman y Castro, 2004). Frente a la consolidación del discurso político mapuche marcado por las ideas de autodeterminación, autonomía comunitaria, descolonización del saber y control territorial y en
razón a la persistencia de la movilización en contra de las empresas forestales, los gobiernos de la Concertación intensifican, complejizan y expanden su política indigenista. La colonización de la interculturalidad por parte de las agencias estatales y la constitución de un espacio intercultural bajo control del Estado se ven reforzadas por la implementación del nuevo y potente programa Orígenes en 2001 así como por toda una serie de innovaciones institucionales (Mesas de Diálogo, Diálogos Comunales, Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato). Poco a poco, se difunde un nuevo tipo de discurso dominante sobre el tratamiento de la diferencia cultural y se implementa una nueva forma de hacer política participativa vía la incorporación de toda una serie de nuevos intermediarios semi-privados o para-estatales (consultoras, ONGs) y la cooptación de varios líderes y dirigentes indígenas considerados como claves. Después de una “década perdida” en términos del control político e ideológico sobre los sujetos indígenas, el Estado parece retomar la iniciativa y intenta neutralizar al movimiento social cuyo dinamismo y creatividad habían dejado a todos atónitos. Es así como entre los años 2000 y 2005, el proceso de institucionalización, apropiación estatal y formalización legal de la interculturalidad se acelera y afianza. Pues además de las políticas interculturales propiciadas desde los ministerios de salud y de educación, todas las administraciones públicas tienden a tener un barniz de interculturalidad. Se procede, dentro de este nuevo espacio social definido como intercultural, a una masiva reorganización del conocimiento relativo al indígena y de las prácticas sociopolíticas vinculadas a la gestión y representación de la diferencia cultural. El espacio visual se llena de los nuevos signos de la comunicación intercultural. En los servicios públicos (hospital, registro civil), la señalética (¿señal-étnica?) aparece desde ahora traducida a los idiomas nativos. Se despliega una nueva economía visual de lo intercultural donde lo indígena ocupa el polo de la tradición y lo criollo el horizonte de la modernidad. La interculturalidad se acompaña de la difusión de una “metodología” participativa que postula que los indígenas deben involucrarse en los nuevos programas de Estado e incorporarse a las agencias para-estatales. Pero hay más. Pues se circunscribe el reconocimiento de la legitimidad y representatividad de las reivindicaciones indígenas al nuevo ámbito participativo de la interculturalidad. Las críticas indígenas expresadas desde afuera del espacio social participativo de la interculturalidad y que ponen en tela de juicio el modelo estato-nacional de racialización de la diferencia o cuestionan el nuevo proceso de territorialización de la nación se encuentran reducidas a reclamos particulares, tildadas de poco representativas o radicales. El campo político de la interculturalidad llega a ser concebido por los agentes del Estado como el solo y único ámbito legitimo y legalmente instituido en el que los indígenas están autorizados a formular sus demandas sociales, expresar su malestar y participar. La interculturalidad es desde ahora el conducto regular de todo tipo de reivindicación o reclamo autorizado. Los indígenas se encuentran atrapados o entrampados en estos nuevos lugares de la participación intercultural o de la interculturalidad participativa. De hecho, ubicarse fuera de los lugares de diálogos interculturales definidos por el Estado implica marginarse, deslegitimarse e, incluso, colocarse al margen de la legalidad. Las luchas y reivindicaciones indígenas se encuentran así paulatinamente circunscritas al espacio intercultural en el que el universalismo político se piensa desde el estado-nación chileno y no desde la
experiencia histórica o los conocimientos de los indígenas. La interculturalidad, tal como se encuentra pensada e implementada desde el Estado, no se limita a indagar sobre y “minorizar” (5) a la cultura indígena sin interrogarse sobre la cultura “criolla” considerada como universal y englobante, sino que desvincula las luchas simbólicas para el reconocimiento de los derechos de los indígenas de las luchas materiales con respecto de las desigualdades sociales, la explotación económica y el racismo ambiental. Para los agentes de Estado y los nuevos expertos de las consultoras todo se reduce a un problema de comunicación intercultural y la cultura llega a explicarlo todo: desde los desastrosos indicadores de salud de las poblaciones indígenas hasta la mala atención en los hospitales, desde la inestabilidad generada por la crisis ambiental en zonas de plantaciones forestales hasta la oposición a los mega-proyectos (represas, carreteras) que destruyen el hábitat de los comuneros lafkenche o pehuenche. Y si todo se puede explicar en función de un supuesto desfase o desencuentro cultural, basta con generar nuevos espacios y métodos de comunicación intercultural para resolver los problemas de las minorías étnicas dentro del marco universal de la nación y de la nacionalidad chilena. Los indígenas que rechazan la interculturalidad como nuevo campo político hegemónico son tildados de antisociales, terroristas o antipatriotas. Los militantes que declaran que la idea de soberanía nacional y de defensa de los intereses de las etnias originarias nacionalizadas es una ficción o farsa pues el capitalismo transnacional no conoce fronteras, son excluidos del diálogo, deslegitimados, invisibilizados, reprimidos y encarcelados. La formación del campo político de la interculturalidad tiende así a encerrar progresivamente al indígena en su estatus de minoría étnica, reduciendo sus reivindicaciones a demandas culturales particulares sin alcance universal y desconectando estos mismos reclamos culturales del contexto material en el que se inscriben. Lo étnico se encuentra así nacionalizado y minorizado, dejando poco espacio para pensar lo nacional desde la experiencia histórica indígena y poco margen de maniobra para la instauración de alianzas transétnicas. En fin, o se juega el juego de la interculturalidad nacionalizadora o se expone al crimen de lesa nación. Se empieza así a dibujar una nueva dicotomía: el “indio permitido” o “cliente exótico” versus el “indio terrorista antimoderno”. Este dispositivo de poder/saber que etnifica a los “indios pacificados” tiende, por otra parte, a barbarizar a los indios indómitos o rebeldes. Estos mecanismos de pacificación determinan así rápidamente una doble territorialidad dentro del mismos espacio nacional: por un lado, los territorios pacificados donde impera la ley de la democracia dialógica de libre mercado; por el otro, los territorios percibidos por los agentes del Estado como caóticos porque no sometidos al orden capitalista global y en los cuales se aplica la ley de seguridad interior del Estado. Se dibujan así paulatinamente las nuevas fronteras salvajes de las Américas actuales, fronteras o márgenes que corresponden al más allá del capitalismo civilizador. El papel de los nuevos misioneros de la interculturalidad será por consiguiente hacerles entender la buena nueva de la salvación por el mercado a estos indios rebeldes, verdaderos heréticos o paganos de los tiempos modernos. Es así como a principios del siglo XXI, y mediante la implementación de un diagrama de poder/saber capitalista diferencialista, se observa la emergencia de una representación dicotómica del indio: el buen indio (el indio amigo de los turistas, de las empresas privadas, de las consultoras) por un lado y el indio terrorista, “sin ley, sin fe, sin rey”, por el otro. Los primeros se encuentran exotizados, autentificados como verdaderos indios y reconocidos como legítimos representantes de su pueblo.
Los segundos son acusados de ejercicio ilegal e ilegítimo de la “indigeneidad”. Se cuestiona su identidad como indígena pues se les acusa de ser indios deculturados de las ciudades, hijos de uniones mestizas o chilenos sin sangre indígena que actuarían como agitadores. Lo anterior tiende a demostrar que la raza y el esencialismo siguen ocupando un lugar central en el edificio conceptual de la interculturalidad. Pues el indio es definido en términos tanto biológicos (o fenotípicos) como por una serie de rasgos culturales fijos y rígidos. La racialización y reificación de las culturas indígenas son funcionales al proceso de minorización de las etnias nativas y de descontextualización y dehistorización del proceso de producción de la diferencia sociocultural y, por lo tanto, de naturalización de las desigualdades socioeconómicas. En los años inmediatamente posteriores a la implementación del Programa Orígenes, el campo semántico que abarca y el dominio de acción que define la interculturalidad tiende a ampliarse y a diversificarse. De la voluminosa cantidad de material publicado por las agencias estatales y paraestatales sobre el tema, se puede advertir que la interculturalidad se ha transformado en una categoría muy extensa que engloba una cantidad creciente de fenómenos de distintas índoles. Se refiere tanto a una acción que toma en cuenta la diferencia cultural como a una persona que es capaz de demostrar empatía. Alude tanto a un espacio concreto de encuentro entre dos culturas como al asentamiento de mecanismos sociales que buscan facilitar la comunicación entre grupos culturalmente diferentes. Remite a fenómenos de orden tanto simbólico como material. Es un hecho social observable a nivel individual pero también colectivo. Es a la vez algo que ya existe y el horizonte deseado de la “comunicación sin fronteras”. Aparece tanto como un producto lógico y espontaneo de la historia de las relaciones inter-étnicas como el resultado esperado de la política voluntarista del Estado. A pesar de la pluralidad de significados y de la multiplicidad de ámbitos de acción a los que remite la interculturalidad, los expertos en interculturalidad se empecinan en presentarla como un simple método tendiente a mejorar las relaciones interétnicas. Se esmeran en buscar una definición precisa y consensuada de la palabra con el fin mejorar el método de acción postulado previamente. Reduciendo así el problema a un tema de definición o de método, no perciben (por razones que expondremos más adelante) que la interculturalidad representa una institución sociopolítica central en la redefinición de lo étnico y del estatus de las minorías étnicas en el Chile neoliberal. Lejos de ser una simple prenoción o un mero método, la interculturalidad representa hoy en día tanto un nuevo campo social como una nueva formación discursiva que “minoriza” a los pueblos indígenas y participa de la producción de una nueva narrativa nacionalista pluriétnica. 3) Génesis y estructuración del campo de la interculturalidad Lejos de ser una mera noción que sirve para caracterizar o representar al espacio (concreto o simbólico) de las relaciones inter-étnicas o de reducirse a un simple método de intervención pública con pertinencia cultural, la interculturalidad constituye un campo social en el que se desarrollan luchas precisamente para imponer como legítima y dominante una visión particular y arbitraria de lo que es la interculturalidad y de lo que es un método intercultural de intervención. En otras palabras,
el campo de la interculturalidad es el espacio social en el que se define lo que es la interculturalidad como concepto y método. Pero no es solo eso. Pues es también un espacio social que involucra a una cantidad creciente de actores cuyas identidades y estatus sociales y étnicos se encuentran transformados, regulados, autorizados y fijados por sus posiciones y tomas de posiciones dentro de este nuevo campo burocrático. Es un campo social que se ha ido formando progresivamente vía la organización de talleres, mesas redondas, encuentros, pero también mediante la creación de nuevos programas, la consagración de expertos, la incorporación de nuevos agentes, la formación de nuevos discursos sobre la diferencia cultural y la nación, etc. Es un campo que se va estructurando tanto mediante los agentes, mecanismos, problemas y discursos que genera e incorpora como a partir de lo que excluye o desautoriza. Como lo planteamos anteriormente, la interculturalidad se ha transformado en un nuevo espacio social al que una gran variedad de agentes se encuentran desde ahora adscriptos. La formación paulatina de este espacio se ha realizado, por un lado, mediante la creación de estructuras objetivas (oficinas ministeriales, programas especiales, carreras universitarias, capacitaciones, talleres, diplomados, etc.) o de una institucionalidad social y política definida como intercultural y, por otro lado, por la configuración de estructuras cognitivas que tienden a aprehender y representar la realidad social en términos interculturales. En otros términos, se ha genera un marco institucional llamado intercultural y se ha planteado el problema de la interculturalidad como problema digno de ser debatido. Paralelamente a la objetivación de la interculturalidad en nuevas instituciones de gobierno, ha emergido una nueva configuración semántica que problematiza la interculturalidad y contribuye a hacerla aparecer como un hecho social natural, neutro y evidente. Una nueva jerga ha surgido y nuevas controversias y debates se han desplegado con respecto de la definición legítima de lo que es la interculturalidad, haciendo de esta última un tema digno de ser debatido y dotado de una existencia social tan central como real. La interculturalidad se ha constituido así en un espacio de lucha de clasificaciones orquestado por el Estado pero con la intervención de un número considerable de personas e instituciones: científicos sociales, dirigentes indígenas, empleados de las agencias multilaterales, consultores, personeros de ONGs, comuneros indígenas, etc. La retórica de la interculturalidad ha tendido a extenderse, nuevas instituciones han sido creadas, nuevos enjeux se han dibujados, nuevos agentes han emergidos y sobre todo el lugar de las luchas sociales de los indígenas parece haberse desplazado de las organizaciones y de las comunidades a los nuevos lugares dialógicos de la interculturalidad. La interculturalidad como política pública ha tendido así a crear lugares de encuentros entre personas que ocupaban hasta hace poco campos o espacios sociales distintos y separados. Esos nuevos lugares de la interculturalidad llegan a ser las esferas en las cuales se despliegan las luchas simbólicas y discursivas en torno a la definición legítima y autorizada de la o de las culturas indígenas. Mientras las luchas concretas en contra de las forestales y de las mineras siguen en el centro-sur y norte del país, un nuevo espacio de luchas se está constituyendo en el que está en juego la definición de la cultura indígena legitima, autentica y autorizada. Un nuevo espacio en el que está en juego la definición de que es “ser indio” y de quien estaría autorizado para decir que es “ser un indio”. Es cada más dentro de este campo, y ya no solamente desde las luchas y reivindicaciones indígenas extra-estatales o extra-burocráticas, que los discursos sobre la autoctonía y los derechos indígenas se encuentran validos o deslegitimados. Es mediante la puesta en marcha de mecanismos de
legitimación y nominación desplegados en el campo intercultural que los dirigentes indígenas se encuentran “validados” e incorporados a la maquina estatal o excluidos de los nuevos espacios de negociación y de captación de recursos simbólicos y materiales. El espacio social de la interculturalidad ha llegado a tener tanto peso en el proceso de legitimación de las reivindicaciones indígenas y de definición de la cultura indígena legítima y autorizada que los excluidos de este campo son muy a menudo clasificados como antisociales o indígenas inauténticos. La estructuración de este campo social participa por lo tanto de la integración al campo político de las luchas indígenas o de la burocratización de las reivindicaciones de los grupos nativos (Bolados, 2012: 135-144; Cuyul, 2008). Las actividades y tomas de posición de un número creciente de agentes sociales se encuentran determinadas por su pertenencia a este campo y existe un capital específico a este campo, un capital propiamente cultural o étnico, que puede convertirse en capital político. Al aprehender a la interculturalidad como campo, vale decir como espacio de posiciones objetivas en el cual se despliegan luchas de clasificaciones con respecto de la definición de la cultura indígena auténtica y como conjunto de lugares concretos en los cuales se implementan mecanismos de nominación y consagración de los representantes indígenas legítimos, adoptamos una perspectiva relacional y por lo tanto evitamos los falsos problemas que consisten en preguntarse ¿qué es la verdadera cultura indígena?, ¿Quién es el verdadero indígena? o ¿quién es el verdadero representante de los autóctonos? Es afirmar así que a la pregunta: ¿Qué es un indio? No existe una respuesta definitiva. Es sobre todo interesarse por los mecanismos y las luchas que desembocan en la definición legítima y dominante, en un momento dado de la historia, de lo que es la cultura indígena, de la nominación de sus representantes y de la determinación de la identidad cultural indígena legítima. Parafraseando a Pierre Bourdieu (1997), diría que le mundo de la interculturalidad es un juego en el cual lo que está en juego es el problema de saber quien tiene el derecho de definirse como indio y sobre de decir lo que es un indígena y lo que es la cultura indígena. Observemos al pasar que en el seno del espacio intercultural, la cultura dominante o criolla no se encuentra nunca definida de manera positiva sino solamente a través de las diferencias que las distinguen de las culturas indígenas. Hablar de la interculturalidad como campo de luchas de clasificaciones y de clases en el que los individuos se encuentran en posiciones dominantes o dominadas en función del volumen y de la proporción de las distintas especies de capital que tienen, permite por otra parte ver en la burocracia de Estado como un espacio de luchas, de competencia, de connivencia y de colaboración entre unos agentes que ocupan diferentes posiciones en este espacio de relaciones objetivas constituido por el campo. Es dar cuenta de las relaciones de competencia que tienen los distintos grupos sociales en lucha para la participación al poder de Estado y para la redistribución de los beneficios que otorga el Estado. Es también percibir que la concentración de las luchas culturales en este espacio conduce por otra parte tanto a la transformación del propio Estado como a la concentración de los medios de la violencia simbólica legítima en provecho del Estado. Última precisión: si bien las personas que ocupan posiciones dentro del espacio social definido como intercultural tienen opiniones divergentes con respecto de la naturaleza de las políticas interculturales implementadas por el Estado, están non obstante de acuerdo sobre lo esencial, a
saber: la convicción de que la interculturalidad es un tema digno de ser tratado y debatido y del carácter fundamental de la “interculturalización” de las políticas públicas de Estado. Esta convicción no es menor pues es la manifestación de una adhesión compartida e inmediata a la necesidad del campo que Bourdieu llama illusio. Todos los agentes del campo de la interculturalidad comparten la creencia fundamental en el valor de lo que está en juego en las discusiones y debates alrededor del tema de la interculturalidad. Todos comparten los mismos presupuestos inscritos en el hecho mismo de conversar y debatir sobre el tema de la interculturalidad, de lo que realmente es o no es. Existen por lo tanto un conjunto de creencias no discutidas o de lo que Bourdieu llama las adhesiones encantadas del conjunto de los agentes sociales a las propiedades y a lo que está en juego en el campo, y eso, más allá de los conflictos que los oponen de manera a veces virulenta. Están, por ejemplo, de acuerdo sobre el hecho que es necesario llegar a una definición fija y estandarizada de lo que son las culturas indígenas. También están convencidos de que hay que profesionalizar al saber indígena para que adquiera un valor objetivo y un cierto grado de reconocimiento general más allá de las comunidades locales. Hablar de la interculturalidad como campo social permite por otra parte entender el fenómeno de transmutación de propiedades sociales (los habitus) en capital cultural y de la conversión de este ultimo en capital político. De este punto de vista, y tomando prestado una idea desarrollado por Pierre Bourdieu, diremos que el campo hace el capital, convirtiendo así ciertas propiedades sociales en instrumentos de luchas y arrancándolas a la insignificancia, al anonimato o a la ineficiencia a la que estarían condenadas en otro campo. Es así, por ejemplo, que los conocimientos sobre la cultura indígena y las conceptualizaciones de la salud indígena llegan a ser competencias monnayables sobre el nuevo mercado de la salud intercultural y pueden convertirse en capital específico de este campo. Fuera de este campo, los conocimientos y saberes de los terapeutas llamados tradicionales no tienen el mismo valor, no son un capital cultural propiamente dicho. Fuera de este campo, las redes sociopolíticas en el centro de las cuales se ubican los dirigentes indígenas o los conocimientos que algunos comuneros manejan sobre la historia social de sus comunidades o los mecanismos políticos internos no constituyen un “capital social”. Llegamos acá a otro punto crucial con respecto del uso acrítico y mistificador que los agentes del campo intercultural hacen de los conceptos de capital social y capital cultural. Del mismo modo que la de interculturalidad, estas nociones fueron colonizadas por las ciencias políticas y económicas dominantes para ser luego vaciadas de su contenido político y reinsertadas en el marco conceptual de la teoría del rationalchoice o en la grilla interpretativa conocida bajo el nombre de individualismo metodológico. No nos extenderemos sobre las críticas que pueden hacerse a estas teorías y al uso de las nociones antes mencionadas. Conviene sin embargo añadir que los ideólogos de las agencias multilaterales de desarrollo y los agentes sociales que participan del campo intercultural tienden a considerar el capital social y el capital cultural como algo dado o ya existente en las comunidades indígenas. En otras palabras, para ellos, las prácticas culturales indígenas son una forma de capital cultural. Del mismo modo, los lazos interpersonales, las redes de parentesco, los mecanismos de colaboración económicas son consideradas bajo el rotulo de capital social. Al postular la existencia de distintas especies de capital en el seno de las comunidades indígenas, los etnoburócratas ocultan los mecanismos que participan de la conversión de las prácticas y
representaciones sociales y culturales de los grupos indígenas en los distintos tipos de capital del nuevo campo intercultural. Sin embargo, como lo hemos planteado anteriormente, es solo al término de un largo proceso de recopilación, traducción, sistematización, estandarización, reificación y reinscripción en un nuevo espacio social que se les otorga la calidad de capital a los saberes, prácticas y conocimientos indígenas. Por consiguiente, hablar de capital social y cultural como algo existente al estado bruto, podríamos decir, en las comunidades indígenas, es invisibilizar el proceso de normalización y de colonización de la cultura indígena. Pues en realidad, las nociones de capital social y de capital cultural son la manifestación de la introducción de lógicas heterónomas en el seno de las comunidades indígenas. Es la constitución y la existencia del campo intercultural las que permiten la existencia de estas especies de capital consideradas como naturales por los agentes de este campo. 4) Conclusión El cuestionamiento sociológico con respecto de la constitución del campo de la interculturalidad remite a un problema más general que consiste en saber que es el Estado. Pues la estructuración de este nuevo campo está directamente articulada a la extensión de los mecanismos de estatalización de las poblaciones indígenas rurales de Chile. Se trata en realidad de implementar nuevos mecanismos de normalización y de estandarización en lugares sociales que escapaban, hasta hace poco tiempo, a la lógica heterónoma del Estado. En varios trabajos socio-etnográficos he mostrado que la implementación de programas de salud intercultural en territorios mapuche y atacameño, tendió a desplazar los mecanismos de legitimación de los cultores tradicionales desde las comunidades hacia la etnoburocracia estatal (Boccara, 2007: 185-207; Boccara y Bolados, 2010: 347-384). Desde esta perspectiva, la estructuración del campo de la salud intercultural puede ser interpretada como un mecanismo mediante el cual el ejercicio de la violencia física y simbólica legitima del Estado (Bourdieu, 2012: 14) tiende a desplegarse sobre un nuevo segmento del cuerpo de la nación. Pues es del Estado, que concentra el capital simbólico de reconocimiento y de legitimidad, que los nuevos agentes indígenas de la salud deben esperar su legitimación. Paulatinamente, se ha inculcado la idea de que, en última instancia, es del Estado que habrá que esperar la legitimación de la llamada medicina ancestral, vía la operación de unificación del mercado terapéutico y de homogeneización de las formas de comunicación (Bourdieu, 1997: 105). Si bien los cultores gozan de un estatus y ejercen un poder de una naturaleza diferente a la del médico occidental y obtienen su legitimidad a través de mecanismos sociales e ideológicos específicos (Fassin, 1996), tendrán sin embargo que acomodarse al principio de visión y división del mundo social y a las formas de clasificaciones estatales. Es así como de manera muy concreta, a través de micro-actos y prácticas localizadas y de la generación de nuevos agentes sociales que se desenvuelven en el seno de nuevos espacios sociales interculturales, el Estado se constituye como “una instancia central de nombramiento” (Bourdieu, 1997:111) en ámbitos cada vez más extendidos de la sociedad. Parafraseando a Pierre Bourdieu, podríamos decir que el capital simbólico del terapeuta indígena que se basa en una estima social y en un conocimiento y reconocimiento de su poder inestable de curar en un espacio social local o regional bien
circunscrito debe, en el nuevo contexto de la salud intercultural, alcanzar algún nivel de objetivación burocrática para llegar a tener una validez universal y permanente. En resumidas cuentas, las luchas por el reconocimiento pasan cada vez más por el hecho de reconocer al Estado el poder de nombrar y de autorizar una categoría de agentes (los cultores) “a ser oficialmente, es decir pública y universalmente, lo que por el momento son por sí misma” (Bourdieu, 1997: 115). El punto de vista particular de la sociedad dominante sobre lo que es la medicina se impone así, en razón a la posición de dominado y de marginación que ocupan los indígenas en la sociedad chilena contemporánea, como el punto de vista universal (6). En el marco de la interculturalidad, el reconocimiento de la “medicina ancestral” en tanto que “medicina” involucra la emergencia de una identidad social de médico ancestral socialmente garantizada. Y es en el marco jurídico-institucional objetivo de la interculturalidad que esos nuevos agentes sociales legítimos podrán ejercer su oficio de manera legítima. Por consiguiente, lo que me parece importante destacar es que los estudiosos que se dedican a buscar una definición correcta o precisa de lo que sería o debería ser intercultural son en realidad parte del juego social que pretenden explicar. Tienden a reproducir los mecanismos mediante los cuales el Estado, en tanto que entidad teológica que existe a través de la creencia (Bourdieu, 2012: 25) y que produce actos de categorización, se impone como ortodoxia. Tienden a participar de la producción y canonización de las categorías producidas por el Estado en lugar de tomarlas como objetos de estudio. En cambio, emprender el análisis de la interculturalidad en tanto que campo social burocrático es mostrar que es en este espacio que tienden a definirse los principios dominantes y legítimos de visión y de división del mundo social. Es a través de la implementación de la interculturalidad que se tiende no solo a gobernar a los pueblos indígenas sino que a producirlos en tanto que pueblos indígenas. Los censos, talleres y programas interculturales, la literatura administrativa sobre las culturas indígenas, la nominación de especialistas en interculturalidad, los diagnósticos socioculturales o la capacitación de funcionarios públicos no solo sirven para medir y conocer a los gobernados sino que producen las categorías legitimas de la nueva sociedad multicultural y pluriétnica chilena neoliberal. Estas categorías deben ser universalmente reconocidas y llegar a constituir un nuevo sentido común, nuevas evidencias que no se discuten. La perspectiva que hemos adoptado en este trabajo consiste por lo tanto en desnaturalizar y develar los mecanismos mediante los cuales se produce esta impostura legitima llamada Estado pluricultural. 5) Bibliografía Appadurai, Arjun (2006): Fear of Small Numbers. An Essay on the Geography of Anger. Durham & London: Duke University Press. Boccara, Guillaume (2007): “Etnogubernamentalidad: la formación del campo de la salud intercultural en Chile”. Chungara, vol.39, Nº2, pp.185-207. Arica-Chile: Universidad de Tarapacá.
Boccara, Guillaume (2002): “The Mapuche People in Post-Dictatorship Chile”. Études Rurales, Nº163-164, pp.283-303. Paris: Editions de l'E.H.E.S.S. Boccara, Guillaume y Paola Bolados (2010): “¿Qué es el multiculturalismo? La nueva cuestión étnica en el chile neoliberal”.Revista de Indias, vol.LXX, Nº250, pp.651-690. Madrid: CSIC. Boccara, Guillaume; Jaime Ibacache y José Ñanco (2001): “Modelo de Lógica Intercultural o Modelo de Salud de Lógica Indígena. Algunas Reflexiones sobre la Noción de Interculturalidad”. En: Ivonne Jelves (comp.),Tercer Encuentro Nacional de Salud y Pueblos Indígenas. Villarrica 1999, pp.99-102. Temuco-Chile: Servicio de Salud Araucanía Sur. Boccara, Guillaume, Eduardo Rapiman y Mario Castro (2004): Salud Complementaria, Territorio y Estado en Tierra Lafkenche. Santiago de Chile: Ministerio de Salud. Bolados, Paola (2012): “Neoliberalismo multicultural en el Chile postdictadura: la política indígena en salud y sus efectos en comunidades mapuches y atacameñas”. Chungara, vol.44, Nº1, pp.135-144. Arica-Chile: Universidad de Tarapacá. Bourdieu, Pierre (2012): Sur l’Etat. Cours au Collège de France 1989-1992. Paris: Editions du Seuil. Bourdieu, Pierre (1997): Razones Prácticas. Sobre la teoría de la acción. Barcelona: Editorial Anagrama. Cuyul, Andrés (2008): “La burocratización de la salud intercultural. Del neo-asistencialismo al autogobierno mapuche en salud”. En: www.mapuexpress.net. Fassin, Didier (1996): L’espace politique de la santé. Essai de généalogie. Paris: Presses Universitaires de France. Walsh, Catherine (2007): “Interculturalidad y colonialidad del poder. Un pensamiento y posicionamiento ‘otro’ desde la diferencia colonial”. En: Santiago Castro y Ramón Grosfoguel (eds.), El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, pp.47-62. Bogotá-Colombia: Siglo de Hombres Editores. ** CNRS/EHESS, Francia. Correo electrónico: boccara@ehess.fr 1 Orígenes o Programa de Desarrollo Integral de Comunidades Indígenas se empezó a implementar en Chile en el año 2001. Es un Programa de133 millones de dólares que tiene como objetivo contribuir al desarrollo y mejoramiento de la calidad de vida de los pueblos aymara, atacameño y mapuche del sector rural. Está financiado en parte a través de un préstamo de 80 millones de dólares del Banco Inter-Americano de Desarrollo. El ejecutor principal del Estado de Chile durante la primera fase de Orígenes (2001-2005) fue el MIDEPLAN (Ministerio de
Planificación). A contar del año 2007, y al iniciarse la segunda fase del programa, Orígenes fue incorporado administrativamente a la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI). 2 Con respecto de los usos de la noción de interculturalidad por las organizaciones indígenas en Ecuador Catherine Walsh señala lo siguiente: “La interculturalidad -como principio clave del proyecto político del movimiento indígena- está directamente orientada a sacudir el poder de la colonialidad y del imperialismo” (Walsch, 2007: 49). Y de añadir más adelante: “(…) la interculturalidad no está entendida como un simple nuevo concepto o término para referir al contacto y al conflicto entre el Occidente y otras civilizaciones (…). Tampoco sugiere una nueva política (…) que, originada en una práctica emancipadora, deriva de una responsabilidad hacia el Otro. Representa, en cambio, una configuración conceptual, una ruptura epistémica que tiene como base el pasado y el presente, vividos como realidades de dominación, explotación y marginación” (Walsch, 2007: 51). 3 Médico chileno que, desde principios de los años 1980, ejerce su profesión entre las comunidades mapuche y huilliche de la octava, novena y decima regiones de Chile. A través de su trabajo con asociaciones de salud y sanadores indígenas, ha sido uno de los precursores de la implementación de una perspectiva complementaria y comunitaria en salud rural. Después de haber creado y dirigido el Programa Mapuche del Servicio de Salud Araucanía Sur durante los años 1990, se traslada (a principios de los años 2000) al Archipiélago de Chiloé donde implementa un programa de salud participativa complementaria y comunitaria con los habitantes de las islas. Es autor de numerosos artículos y videos sobre los temas de la salud complementaria y la epidemiologia sociocultural. Es considerado una de las máximas autoridades en tema de políticas de Estado hacia los pueblos indígenas y rurales en Chile. Se ha destacado sobre todo por el carácter creativo y participativo de su trabajo en salud comunitaria tanto en el hospital mapuche de Makewe (novena región) como en el centro de salud de Kompu del Consejo General de Caciques Williche de Chiloé (decima región) y en el Servicio de Salud Llanchipal (Llanquihue-Chiloé-Palena). A pesar de tener un cargo de funcionario público del Ministerio de Salud, ha sido uno de los críticos más radicales de la instrumentalización de la interculturalidad en salud y de la culturalización de los problemas de salud. 4 Participé como ponencista de este encuentro de salud durante el cual los intercambios fueron muy a menudos tensos entre los dirigentes y sanadores mapuche y los agentes oficiales de la nueva salud intercultural de Estado. La encargada del programa de salud con pueblos indígenas del Ministerio de Salud que venía desde Santiago predispuesta a establecer un “diálogo intercultural” y ameno con los indígenas recibió las críticas con desconcierto. Ella me confió no entender porque había tanto odio cuando lo que ellos buscaban propiciar era la participación, el dialogo y el empoderamiento. Desde el punto de vista de los agentes de Estado, este encuentro representó un fracaso pues los principales dirigentes indígenas decidieron abandonar el término de salud intercultural (ya contaminado por la retórica estatal paternalista y falsamente respetuosa de la diferencia cultural) y adoptar en cambio las nociones de salud complementaria o wekimün (saber nuevo).
5 Tal como lo señala Arjun Appadurai (2006), una minoría étnica no existe como tal sino que es producida como minoría por un Estado mediante la implementación y movilización de toda una serie de técnicas y tecnologías de poder y de saber. Preocupado por asegurar y consolidar las fronteras materiales e simbólicas de la nación y reafirmar su soberanía, el Estado nacional ve siempre como una amenaza a los grupos o movimientos sociales que no se posicionan en términos nacionales o nacionalistas y que pretenden definir sus identidades en términos propios. 6 Como bien lo observó uno de los evaluadores de este trabajo, hace falta recalcar que los agentes dominados de este nuevo campo etnoburocrático no son sujetos pasivos. Desarrollan estrategias contra-hegemónicas, negocian o se acomodan a las nuevas reglas de juego. Empero, si no he focalizado mi atención sobre las tensiones y contradicciones del funcionamiento del campo intercultural es porque me pareció importante plantear claramente una interpretación alternativa con respecto de la idea misma de la interculturalidad como campo. Ahora bien, comparto plenamente la observación del comentarista con respecto de la complejidad de los procesos que se han ido desarrollando en los últimos años. De hecho, en varios de mis trabajos (cf. bibliografía) he llamado la atención sobre las estrategias desplegadas por los agentes sociales subalternos que contribuyen a estructurar el campo y a introducir modificaciones en las reglas del juego, pero siempre desde una posición de dominado y sin lograr realmente desarrollar proyectos desde los valores e intereses de los grupos sociales de los que, en un momento dado, fueron los portavoces. Retomando una metáfora arendtiana, diría que las experiencias autónomas en salud intercultural fueron unos oasis de imaginación y efervescencia social en un desierto burocrático que ha tendido a extenderse.
Fuente: Cuadernos Interculturales – Universidad de Valparaíso [en línea] http://cuadernosinterculturales.uv.cl/index.php?option=com_content&view=article&id=45&Itemid=7
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